El verano no es mentira

Mirábamos, desde el porche abierto a Sierra Mágina, las nubes que se iban formando en el cielo y comentábamos que una tormenta de verano refrescaría ... los árboles y las plantas, limpiaría el aire y asentaría el polvo del camino; empezábamos a sentir el olor a tierra mojada, cuando en un instante se desató una lluvia furiosa y sentí el golpe de los granizos, sin tener conciencia de lo que era, hasta que vi el suelo inundado en pocos minutos. En el tiempo que duró la tormenta, imaginamos lo que comprobaríamos un poco después -el daño en las plantas y los árboles, la pérdida de parte de la cosecha de aceituna- y nos preguntábamos retóricamente por las razones de esa violencia desatada en tormentas de viento o de lluvia, por qué llueve poco y mal, por qué se acompasan mal las estaciones con los fenómenos meteorológicos, a pesar de que la primavera tuvo sus buenos días de agua y en el mes de junio no tuvimos que sufrir temperaturas excesivas. Y digo retóricamente porque conocemos la respuesta: el cambio climático acelerado por el calentamiento global, inducido por un modelo económico, social, político y cultural que no respeta la vida y la naturaleza, sino que la pone al servicio de lo que considera el progreso. Sabemos que la Tierra evoluciona y cambia -también en lo que se refiere al clima- pero esos cambios se miden en muchos miles de años y no es el caso de la rápida evolución a la que estamos asistiendo en los últimos tiempos. Esa evidencia ha hecho, por ejemplo, que en la última Cumbre del Clima celebrada en Dubai en el otoño pasado, se intensificara el debate para llegar a acuerdos definitivos sobre la eliminación de los combustibles fósiles ante las propuestas más o menos tibias de reducir su impacto; al final, el texto aprobado recoge el compromiso de una transición acelerada desde las energías fósiles a las renovables. Pero siempre que hablamos del cambio climático, mostramos la urgencia de las medidas y lamentamos que lleguen tarde; es lo que pensé cuando escuchaba, hace unos días, una entrevista en TVE a Eloy Sevilla, sobre Doñana, la pérdida de agua en las marismas con el impacto negativo para las aves, cuyo número desciende de forma alarmante. Pasamos el verano quejándonos del calor, temiendo los incendios, siguiendo las noticias del tiempo según la Agencia Meteorológica, viendo en las redes sociales interpretaciones e intentos de pronosticar el futuro, según las bandadas de estorninos o las hileras de hormigas y, de vez en cuando, encontramos a alguien que nos dice que no es para tanto, que en el verano siempre ha hecho calor y nos recuerda los cuarenta y tres grados del día de Santiago en su pueblo hace cincuenta años. Y, desde luego, es cierto que, en determinadas zonas de España, hemos soportado veranos de altas temperaturas, pero lo que era un día de calor ahora es una ola a la que sigue otra y otra, con noches en los que el termómetro no da tregua y agua más caliente en las playas y en las piscinas. Me parece que no tiene sentido discutir lo que la comunidad científica ha puesto sobre el tapete y de lo que lleva alertando mucho tiempo, pero hay quienes meten los informes sobre el cambio climático en ese gran epígrafe que se construye para la desinformación y que trata de instalarse en la conciencia social: «Todos mienten». Pienso que, en este asunto, como en todos, es muy peligroso confundir la realidad con la percepción de la realidad y la verdad con la posverdad, que no se puede relativizar todo hasta el punto de que todo vale. Las consecuencias del cambio climático son, entre otras, este verano, tan verdaderamente caluroso que nos recluye en casa y nos engaña con una promesa de lluvia que es después tormenta furiosa, pero hay que buscar las causas, afrontarlas y analizarlas. Combatiendo la mentira y la manipulación, claro está.