El ridículo que esgrimimos
Desde siempre hemos tomado por graves las ofensas de la burla y el ridículo
Alfredo Ybarra
Jaén
Martes, 9 de septiembre 2025, 23:08
Es una línea muy fina la que divide lo sublime de lo ridículo, una estrecha linde sobre la que hay que aprender a caminar porque ... es fácil pasar de un lado a otro. Pero, aun así, los seres humanos, incluso los más poderosos (lo estamos viendo a diario), van más allá de lo que la prudencia aconseja, por vanidad o por ignorancia y frecuentan cada vez más el ridículo, pasando fácilmente del sainete a la tragedia griega. «Todo puede ser ridículo o trágico según quién lo cuente y cómo se cuente». señalaba Javier Marías en Mañana en la batalla piensa en mí. Baudelaire se dio cuenta de que la otra cara de lo sublime no es tanto lo detestable como lo ridículo. Y es que lo ridículo es una línea de fuga hacia lo sublime, y viceversa. En su poema 'El Albatros' Baudelaire representa esta misma idea. Un pájaro que vuela señorial por el cielo, pero no puede caminar sobre el suelo. Una vez ha descendido de su vuelo, ese rey del espacio azulado es torpón y tímido, y sus alas tan blancas y tan grandes son como blandos remos que arrastra lastimoso. Todos nos comportamos de esa manera dual. En determinadas circunstancias somos capaces de hacer cosas extraordinarias e igualmente podemos caer en el más categórico ridículo. Casi todos los descubrimientos importantes son resultado de búsquedas que pueden parecer incorrectas y ridículas. Fernando Pessoa escribía: «Todas las cartas de amor son / ridículas. / No serían cartas de amor si no fuesen / ridículas». Lo mismo puede parecer un beso, visto desde fuera acaso se ve ridículo, visto desde dentro puede ser un instante sublime.
Ese paso entre lo ridículo y lo sublime, señalado por Baudelaire, tiene un turbio cariz. Por todos lados salen gentes, y especialmente (por su verborrea y visibilidad) políticos, que pretenden que cualquier ridiculez sea entendida y hasta experimentada por los demás como sublime. Los seres humanos actuamos teatralmente ante los demás, el problema reside en la pérdida de control que sobre nuestra representación significa el ridículo. La gente no resulta ridícula por lo que es, sino por lo que quiere aparentar ser. Uno de los rasgos característicos de la civilización actual es la pérdida del sentimiento de pudor y de vergüenza.
Desde siempre hemos tomado por graves las ofensas de la burla y el ridículo, como ya conjeturó Platón. Pero ahora parece como si importara cada vez menos el ridículo, sobre todo el ridículo impuesto a la trágala, pretendiendo aparentar excelencia. Mientras, hemos perdido la contención moral a la que obligaba el viejo e hispano sentido del ridículo. Ahora bien, con esa pérdida de alguna manera también hemos liberado fuerzas creativas latentes.
Nos cuesta mirar ese espejo que nos devuelve la verdadera e inapelable imagen de lo que somos. No queremos enfrentarnos a ese instante borgiano: «(…). Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es». Y así, Marco Aurelio en sus Meditaciones dice: «Es ridículo no intentar evitar tu propia maldad, lo cual es posible, y en cambio intentar evitar la de los demás, lo cual es imposible».
España tiene una secular tradición grotesca, estrambótica, tragicómica, y especialmente Goya o Valle Inclán nos lo recordaron. Actualmente sigue alzando su gallardete, aunque la competencia es feroz y hay países que a calderadas superan con creces nuestro carácter melodramático.
No dejamos de conformar un país esperpéntico, exagerado, irracional en tantas cosas (igualmente certificamos parcelas sublimes). Desde hace siglos, y así sigue, ha abonado con fruición el chusco contraste entre la mediocridad y la solemne prepotencia de muchos de sus ilustres personajes de Estado. Tarradellas cuando le preguntaron que qué política quería hacer tuvo presente su preocupación porque Cataluña no repitiera los despropósitos que salpican su historia. Fue entonces cuando dijo que en política se puede hacer todo menos el ridículo. Cada vez más se revalida la frase de Augusto Monterroso: El hombre no se conforma con ser el animal más estúpido de la Creación; encima se permite el lujo de ser el único ridículo.
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