En verano…¡ peñas arriba!
Pero el pasado no vuelve. Hoy no existe aquel 'verano azul' de fantasías e ilusiones de juventud. Por eso notamos ahora que en la playa los veranos pueden ser asfixiantes.
Adela Tarifa
Jaén
Miércoles, 16 de julio 2025, 23:16
Descubrí el mar siendo chica porque mi pueblo, Cádiar, está en un valle de la Sierra de La Contraviesa, cerca de la playa. Yo era ... entonces una niña debilucha, siempre resfriada en invierno. Seguramente a mi salud le iba fenomenal el verano del pueblo. Pero la creencia popular decía que a los niños inapetentes les sentaban divinamente los baños de mar. Así que mi padre, que jamás tuvo vacaciones, se quedaba solo en el pueblo quince días y mi madre cargaba con las tres criaturas para darnos baños de olas y sal en La Rabita. Al principio alquilábamos una incómoda casita de pescadores, quienes se instalaban en verano en chozas buscando sacar unas perrillas a su hogar. Cosas de aquel ayer gris. Por suerte a mi madre le gustaban los baños y no le importaba empeorar de casa. Por eso aprendí pronto a nadar. Para los niños de la sierra era una novedad aquel cambio de ambiente. Lo pasábamos bien. Luego abrieron una pensión de huéspedes, 'La Esperanza', y en la quincena de olas y arena, ya adolescente yo, contratábamos dos habitaciones con derecho a cocina. Eso lo hacía también otra familia amiga nuestra, con su hija. Juntos pasamos allí días felices, que solían acabar con largas conversaciones nocturnas en la puerta de la pensión, donde los dueños ponían el único televisor disponible. Allí, una noche, en blanco y negro, vimos la llegada de los americanos a la Luna. Allí aprendí a fumar a escondidas de los mayores un 'bisonte' suelto, me inicié en lo de tocar la guitarra, y también alguna tarde íbamos al baile del hotel 'Las Conchas'. Así, con el monedero vacío, unas amigas y la guitarra, éramos felices mi hermana y yo.
Fuera o no por aquellos baños salados, por la temporada que mi abuela María me llevaba a Lanjarón para beber sus milagrosas aguas, o porque la naturaleza es sabia, mi cuerpo se fue espabilando. Pero el caso es que mis recuerdos de lo que fue veranear en la playa son fantásticos. También recuerdo, acababa la quincena, que volver al pueblo atravesando La Contraviesa me entristecía. Y eso que en mi pueblo los adolescentes teníamos diversión y pandilla. Desde entonces quedó en mi mente que no era verano si no había mar. Y todavía a estas alturas, ver y oler la mar me relaja. Es que lo que vivimos aquellos años se parece un poco a la serie 'Verano azul', la de Chanquete.
Pero el pasado no vuelve. Hoy no existe aquel 'verano azul' de fantasías e ilusiones de juventud. Por eso notamos ahora que en la playa los veranos pueden ser asfixiantes. Que esos arenales plagados de sombrillas no te dejan ver el mar; que cuando pasas la barrera encuentras en la orilla hormigueros de bañistas que se rozan contigo pero ni te miran. Que las colas en las carreteras son insoportables, que para comer en un chiringuito cutre hay que pedir cita y encima te clavan, y que los apartamentos playeros son minúsculos y carísimos. O sea, que se está mejor peñas arriba, en el pueblo, en la casa de la familia, donde sobran habitaciones y terrazas, donde al anochecer hace fresco y de madrugada se ven mejor las estrellas. Y no digamos si te llevas al pueblo una buena colección de novelas. Novelas como una de J.M Pereda, 'Peñas arriba', que no hace mucho volví a leer. Una gozada, vamos.
Por cierto, hoy a Pereda no lo leen los progres porque él era conservador y católico. Yo no soy ni lo uno ni lo otro, pero me encanta la buena literatura y no voy por la vida como los bueyes, con orejeras para mirar siempre en la misma dirección. Esto debería ser lo normal, digo yo. Distinguir simplemente los malos y los buenos libros, tema que una vez traté. Pero, ya lo dije también, hoy vivimos esos 'tiempos recios' de Santa Teresa. Por ejemplo: si dices que te encanta Pereda, ya eres facha. Qué triste es saber que quienes así opinan son analfabetos en historia y literatura y no saben ni quien fue este gran escritor, que ingresó en la Real Academia Española en 21 de febrero de 1897. Contestó su discurso Galdós, de pensamiento político opuesto, lo cual no impedía que ambos fuera íntimos amigos. Por ejemplo, de Pereda escribo Galdós que era «el hombre más pacífico del mundo», de costumbres sencillas, llano y familiar, «que podría derechamente llamarse democrático», añadiendo con fino humor, que sí «a los absolutistas se les ocurriera elegirlo como primer gobernante….ya podríamos hacer lo que se nos antoje…y viviremos en la más dulce de las anarquías». Vamos, igualito que la soberbia y despotismo que se gastan bastantes políticos actuales autoproclamados progresistas aunque naden en fango.
Es curioso notar que Pereda vivió casi siempre entre sus 'peñas arriba'. Pensándolo bien, yo creo que eso de ser montañés imprime carácter. Y que la gente curtida en los rigores del invierno son menos manipulables. Es que están habituados a resistir y no les convencen fácilmente esos políticos de asfalto que solo se ponen alpargatas para pedirles el voto. Eso ya pasó con Don Pelayo en Asturias. Y antes con cántabros y vascones enfrentados a Roma.
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