Humanos, racionales... y sociales
Los niños vagábamos libres por las calles en pandillas, llevando como únicos juguetes unas chinas del río en los bolsillos y la cuerda de saltar a la comba.
Adela Tarifa
Jaén
Miércoles, 30 de julio 2025, 21:50
En estos días de verano da gusto ver la animación que llega a las zonas rurales. Hasta en las aldeas, casi vacías en invierno, se ... llenan las casas familiares vacías. Sus fiestas populares, con paellas colectivas en la plaza, bailes, bandas de música, procesiones de los patronos o romerías, ponen otra cara a los vecinos de siempre. Es como si rejuvenecieran. Eso pasa porque los seres humanos nacimos para comunicarnos. Hagan la prueba y asistan alguna vez a estos eventos festivos populares. Ocupen asiento en la comida colectiva junto a unos desconocidos, y en un par de horas habrá entre ustedes empatía suficiente para que se hayan pasado el móvil, prometiendo volver a encontrarse. Yo misma conservo amigos a los que conocí en un encuentro fortuito, en honor a santa Rita, san Blas, san Roque o san Sebastián, por ejemplo. Sí, el verano en los pueblos es una delicia. Pero, ¡ay Señor! qué rápido pasa el estío y qué largos y solitarios se vuelven el resto de las hojas del calendario para los que se quedan en los pueblos.
Yo nací en un pequeño pueblo de montaña, Cádiar, aunque pronto me trasladaron al internado de una capital a estudiar. Pero siempre volvía a mis raíces, especialmente en navidades y verano. Allí conservamos hoy nuestra casa, a nuestros antepasados en el cementerio, y muchos afectos. Por eso soy capaz de comparar el ayer y el hoy en lo complicado que puede resultar residir de modo permanente en un pueblo aislado geográficamente.
Creo que la diferencia fundamental es que antes había en cualquier pueblo muchos lugares para reunirse con los demás. Hasta por los 'terraos' se comunicaban los vecinos: allí se secaban verduras y se montaban tertulias, sobre todo entre las mujeres, que sacaban sillas al atardecer para hacer labores y hablar. Yo lo he vivido y conservo una foto de mis padres muy jóvenes, 'pelando la pava' en el terrado, rodeados de una pandilla de amigas de mi madre. Lo mismo pasaba con los huertos. Y las calles eran improvisados casinillos de noche bajo la luna. Inolvidables fueron las divertidas reuniones para el 'desfarfollo', que consistía en quitar la hoja del maíz amontonado en los portales. Allí a veces la dueña invitaba a dulces caseros y anís. Respecto a los niños, vagábamos libres por las calles en pandillas, llevando como únicos juguetes unas chinas del río en los bolsillos y la cuerda de saltar a la comba.
La iglesia era lugar privilegiado para socializar, único permitido fuera de casa a las mujeres que guardaban lutos. Es que la religión, opresora tantas veces, era a la par motivo de escape social. Naturalmente los bares eran primordiales, más para hombres, y el casino, llamados rimbombantemente 'círculo cultural y artístico', aunque fuera un simple salón con mesas para cartas, espacio de baile y barra de consumición. Añadamos a esto que los bajos de las casas estaban destinados talleres y tiendas, siempre frecuentadas por cortijeros y lugareños. Así recuerdo yo mi calle de Cádiar, la Real, un bullir incesante de vecinos donde se encontraba lo fundamental para subsistir sin viajar hasta la capital, odisea reservada a compras excepcionales o a 'ir de médicos'. Y no digamos nada de aquellos largos paseos desde la primavera por senderos de fuentes, alamedas, o por 'la carretera', hasta llegar a la fuente de las Cruces donde se lavaban la cara las mozas, porque según la tradición, ese agua embellecía. Por supuesto, sitio vital para los pueblos eran el consultorio veterinario, la casa del médico y las farmacias, con su rebotica para socializar y cotillear. En suma, que los vecinos pasaban los días saturados de conversaciones y emociones en aquellas calles y paseos que eran auténticos mentideros. Cotilleo que hoy, al llegar el otoño, se sustituye a peor por lo que cuenta la TV sobre la prensa amarilla.
Sí, hoy algunos alcaldes luchan contra la despoblación pero encuentran escasos aliados en las esferas políticas. Ellos, ofrecen a nuevos vecinos cuanto está en su mano: casas baratas, escuelas, aire puro…. Pero son escasos los éxitos logrados. Porque un pueblo se hace insufrible si no está construido a la dimensión humana, la de seres sociales que somos. Yo, por ejemplo, no me instalaría permanentemente en un pueblo sin consultorio médico ni farmacia, sin algunas tiendas y oficina bancaria, iglesia y bares. Aunque me lo pinten como el paraísos terrenal. Es que con esas patas se empieza a construir lo esencial que el alma humana requiere para no morir en vida.
Por eso aplaudo iniciativas como la que toman algunas comunidades autónomas para lograr desde altas instancias lo que nunca consigue un alcalde en solitario. Por ejemplo, deben dar ayuda directa a los profesionales que lleven estos servicios, desde la farmacéutica al dueño de la taberna y el tendero. Deben legislar y mejor incentivar para teletrabajo, y no perder el tiempo persiguiendo a las cuatro gallinas que todavía entretienen a los viejos. Deben ayudar a agricultores y ganaderos. Es que vivir en un pueblo, por mucho que nos empeñemos, requiere demasiadas renuncias.
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