El abanderado de los cafés
Puerta Real ·
El Suizo de Puerta Real fue prototipo de los que George Steiner veía como símbolos decadentes de una Europa en peligro ante el rebrote de nacionalismosesteban de las heras balbás
Sábado, 8 de febrero 2020, 22:17
Con George Steiner se ha muerto el visionario de la Europa de los cafés. El filósofo y teórico de la literatura, arquetipo de intelectual europeo, ... supo descubrir en estos establecimientos esa seña de identidad de nuestro continente donde la gente conspiraba, escribía, charlaba, filosofaba y soñaba con cambiar gobiernos, constituciones y costumbres. Porque hubo un tiempo en que Europa no podía comprenderse sin los cafés. Por allí, por aquellos cafés aledaños a la Puerta del Sol madrileña pasaba Larra buscando tema para sus artículos o Valle Inclán con su bufanda para encontrar inspiración y, a veces, bronca. En el Novelty de la plaza Mayor de Salamanca leía el periódico, con sus gruesas gafas de miope, Torrente Ballester. Y allí escribía luego los Nuevos Cuadernos de la Romana o supervisaba el guión de sus gozos y sus sombras que iba a emitir la tele. Por los de la madrileña calle de Alcalá o el Paseo de la Castellana, por el Gijón, el Comercial, el Fornos, el Gato Negro, el Pombo o el Lion, con la Ballena Alegre en su sótano, recalaron Machado, Pérez Galdós, Benavente, Gómez de la Serna, Paco Umbral, González Ruano, Lorca, Pedro de Lorenzo, Mendicutti, Moncho Alpuente, Miguel Ángel Aguilar o Manuel Vicent y Pedro Crespo. En el Lion me presentó a Ignacio Aldecoa mi primo Santiago que se afanaba en mi bautismo periodístico, mediada la década de los sesenta.
Esos cafés, santuarios privilegiados para despedir la tarde y los otoños, tuvieron su vivo reflejo en el retratado en 'La Comena' de Camilo José Cela, al que dio vida en la pantalla Mario Camus. Mesas de hierro y mármol, sillas de barniz perdido, cafés de recuelo pagados con el precio ajustado al hambre, o fiados por la bondad del dueño. Lujosos sillones y veladores brillantes en los cafés de Viena o de París. Todos ellos formaban una tupida red de araña que unía capitales y villorrios en torno a aquellas mesas, convertidas en confesionarios, timbas de juego o púlpitos laicos, en los que el aroma del tabaco desplazaba el humo del incienso. Desde el Mar Negro a las Rías gallegas, los cafés eran los centros de vida, de sueños y debates, ya estuvieran en las más famosas capitales europeas o en los casinos de labradores de cualquier rincón del continente. Cafés de espías, de amores, de tratos, de juegos y hastío. Los anglosajones han sido siempre más de pubs, esos establecimientos que mezclan sombras con tristuras y son más apropiados para el beber solitario. Y ya se han ido. Una variante mixta, heredera de cafés y pubs, fue el Savoy, el imaginario local nocturno de Compostela donde el añorado José Luis Alvite encontraba su inspiración agitando los hielos del güisqui mientras charlaba con las lumis y coimas que endulzaban la noche, con el sueño en los ojos, el sonido de un piano y un repique de lluvia en la calle.
Granada tuvo y todavía mantiene cafés con marchamo de Europa, donde recalan a mediodía los turistas. Pero es el Suizo el que mantiene el primer puesto en la memoria. Aquel 'Gran Café Granada Bar' de Puerta Real, que nadie llamaba por su nombre, que acogía entre sus paredes un aura especial, envolvente y mágica. Por allí recalaban poetas, tratantes de ganado, asentadores de fruta, funcionarios, viajantes, escritores, hacendados, manijeros, artistas, catedráticos, boticarios, jefes de negociado, periodistas, caporales, bohemios y limpiabotas, sentados en el ajado terciopelo rojo de sus sofás o moviéndose entre los veladores. Era el café cuya remembranza ha rescatado recientemente Arcadio Ortega en su libro 'Tardes en el Café Suizo: un sueño en la memoria', que acaba de publicar en Mirto Academia. Aquel local fue el sello de identidad europeo para esta ciudad que no termina de abandonar sus quimeras e idilios africanos. El Suizo era a principios de los años setenta el refugio de los intelectuales inquietos que barruntaban la Transición y que fueron retratados por Manuel López Vázquez para gloria y recuerdo de los mismos, inmortalizados por sus pinceles del pintor granadino. Los cafés tuvieron siempre unos lazos de amistad con la literatura, las tertulias y la bohemia.
Cafés como el Suizo son los que George Steiner veía como símbolos decadentes de una idea de Europa; una Europa que está en peligro ante el rebrote de nacionalismos aldeanos, la globalización que empobrece la cultura y el despotismo de los mercados. Nuestra ciudad, siempre con un punto cainita, se adelantó a la muerte de Steiner y vio con estupor cómo, tras una serie de manifestaciones para salvar este lugar de culto cuando la piqueta amenazaba con derribar el edificio, la carambola trágica de letargos y falsas promesas convirtió el local en un 'burger'. Y así perdimos aquel espacio y así se han ido perdiendo otros muchos en Europa porque manda la productividad y el beneficio y no son rentables esos sitios en los que el ruido de la cucharilla removiendo el azúcar es lo único que se menea durante horas de charla. Ha pasado el tiempo de los cafés con parroquianos que escriben, filosofan, conspiran, remueven los cimientos de la estética o intentan arreglar en sus tertulias este cochambroso mundo. Quedan como lugares de culto, casi museos, cafés famosos en Lisboa, Praga, Budapest, París o Viena. Pero en ellos se ha parado el reloj. Y es una lástima, porque ya no podremos volver a aquel lugar que animaron las voces de quienes pisaron su suelo y apoyaron su codo en las mesas antes que nosotros. Nos queda el sentimiento –como decía Steiner en 'Gramáticas de la creación'– de que algo fuera de nuestro alcance permanece, porque «somos criaturas con una gran sed, obligados a volver al hogar, a un sitio que nunca hemos conocido».
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