Beijing en tiempos de Covid-19
Testimonio de una granadina residente en Pekín
Inma Bonet Bailén
Beijing
Lunes, 20 de abril 2020, 12:38
La Fiesta de la Primavera se acercaba y en Beijing ya comenzaban a sentirse los efectos del Chunyun (la temporada de desplazamientos por el Año ... Nuevo del calendario lunar, que provoca el mayor movimiento migratorio humano del planeta). No les voy a engañar: cuando la capital china –con sus 21 millones de habitantes– se queda prácticamente vacía, es casi un regalo para los pocos que permanecemos por aquí; se reduce la contaminación a todos los niveles y nos permite sentirnos un poquito emperadores, como si al pasear por sus calles desiertas estas llegasen a ser nuestras. Sin embargo, lo que a ninguno de los presentes se nos llegó a pasar por la cabeza era la situación que devendría en los albores del Año de la Rata de metal.
Periodismo y compromiso
En vísperas de las festividades, en Beijing ya resonaba cierto runrún sobre un nuevo virus que se había detectado en la capital provincial de Hubei, Wuhan, una de las principales urbes de segundo nivel del país con una población de 11 millones de habitantes. Las primeras reacciones variaron, desde el escepticismo de algunos a la histeria de otros tantos, pasando por la seriedad con la que se lo tomó la mayor parte de la población. No en vano, la sociedad china aún tiene presentes los estragos que causó el brote epidémico del SARS, que azotó el país entre 2003 y 2004. De ahí que cuando el Gobierno central decretó el cierre de Wuhan el 23 de enero, un día antes de la celebración del Año Nuevo chino, y unas 48 horas más tarde determinó poner en cuarentena toda la provincia –con sus 60 millones de habitantes– el país entero se sumó motu proprio a un confinamiento menos riguroso que, en sus inicios, una servidora no supo discernir si se debía al hecho de que la mayoría de establecimientos y servicios recesaban por las vacaciones, o ciertamente al miedo por el virus.
Así comenzaron a sucederse los días en los que un aura fantasmagórica envolvió Beijing. La contaminación, inusual por las fechas, sumada a una serie de nevadas que se repitió durante varias semanas, hacía que la situación resultase aún más inverosímil. Mientras tanto, las cifras se disparaban, al tiempo que aumentaba el número de países que prohibía la entrada de viajeros procedentes de China. Las imágenes que llegaban al exterior eran escalofriantes y el aluvión de mensajes de familiares y amigos no hacía más que incrementar la ansiedad de los que no comprendíamos muy bien qué estaba ocurriendo. Poco a poco nos fuimos adaptando a unas medidas que se endurecían a diario. Las mascarillas –primero de uso opcional– pasaron a formar parte de nuestro atuendo con carácter obligatorio y los controles de temperatura en supermercados, oficinas y urbanizaciones nos hicieron entender que nuestras vidas en la capital también cambiarían, a pesar de que el número oficial de infecciones fuese ínfimo en comparación con la densidad de población. Los controles de las brigadas vecinales pasaron a ser frecuentes, buscando precisar el número de residentes de cada domicilio y si estos habían salido de la ciudad. El periodo de vacaciones (si así podía seguir llamándoseles) se extendió hasta en dos ocasiones, con el fin de retomar la actividad económica de manera escalonada y reducir al máximo las posibilidades de contagio. Asimismo, se impusieron cuarentenas de dos semanas para todo aquel que regresaba que, a día de hoy, son estancias obligatorias en hoteles designados (que corren a cuenta particular).
Crisis del Coronavirus
Nuestro teléfono móvil se ha convertido en una herramienta de rastreo que nos permite saber a través de APPS los domicilios de las personas infectadas, así como si hemos viajado cerca de algún pasajero que posteriormente diese positivo. Ahora que poco a poco las calles se llenan de gente, es común que se nos exija mostrar el código que nos envían nuestras compañías telefónicas y que confirma nuestra estancia durante los últimos 14 días en Beijing antes de entrar a cualquier establecimiento. También debemos registrar nuestro nombre, teléfono y temperatura corporal en supermercados y restaurantes donde, además, es obligatorio guardar la distancia de seguridad, hasta el punto de solo permitir un cliente por mesa –y llevar mascarilla–. En el caso de viajar a otras provincias, es necesario enseñar un código QR que confirma nuestro estado de salud. Las viviendas no se quedan atrás: cada residente tiene un carné que le permite la entrada a su vecindario, por lo que las cenas con amigos, las visitas de Romeos o Julietas, o simplemente recibir un pedido en la puerta de casa, deberán esperar. Los controles en los puestos de trabajo también son cada día más estrictos: desde notificar semanalmente si se ha estado en contacto o cerca de personas contagiadas, hasta reportar la temperatura, el estado de salud y demostrar que no se ha salido de la ciudad (además de que la mayor parte del personal sigue trabajando desde casa).
No cabe duda de que, en la era de los macrodatos, la inteligencia artificial y el sofisticado sistema de vigilancia chino han sido claves para controlar la pandemia. Robots, drones, cámaras de reconocimiento facial y termómetros capaces de escanear multitudes no son parte del atrezo de una película de ciencia ficción, sino artefactos que forman parte de la vida diaria de los mil cuatrocientos millones de habitantes del gigante asiático en tiempos de coronavirus. Es verdad que la pasión por la digitalización en Asia del Este aleja cualquier atisbo de conciencia crítica ante la vigilancia digital, una conducta que choca fuertemente con la europea, donde la protección de datos y el control de nuestra privacidad están estrictamente regulados. Otro factor clave y que ha variado a lo ancho del planeta ha sido la respuesta inicial de nuestras sociedades. Mientras que en Italia, España o EE. UU., las primeras reacciones de la ciudadanía demostraron la poca seriedad con la que se asumía el brote, chinos, surcoreanos, japoneses y singapurenses evidenciaban ser más disciplinados y mostrar un sentido de la colectividad mucho más arraigado. No sorprende así la apuesta en estos países, no solo por los héroes de bata blanca para combatir la COVID-19, sino también por los informáticos y desarrolladores tecnológicos. Sin embargo, la implementación de un modelo de rastreo parecido al suyo resultaría –a primera vista– un experimento impensable en Occidente.
Ahora, más de dos meses después de que se iniciara el brote de SARS-CoV-2, China empieza a ver la luz al final del túnel. La muestra más evidente de ello es la reciente suspensión de la cuarentena en el que fue el epicentro de la pandemia, Wuhan. A pesar de que, según los datos oficiales, los contagios locales de la enfermedad han sido prácticamente erradicados en el gigante asiático, el Gobierno se niega a correr riesgos y avanza con pies de plomo. El país, en su afán por evitar una segunda oleada de casos, mantiene las severas restricciones que provocan que nuestro día a día diste aún de lo que entendíamos por normalidad, pero que en cierta medida nos invitan a confiar en que el final de la batalla está cada vez más cerca con estas estrategias alternativas, a la espera de una vacuna que, tanto en China como en ultramar, atraviesa por su fase experimental.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión