Juegos de caballeros
No hace mucha falta aclarar qué deporte nació en la Rugby School. Pero el elitista centro inglés también fue crucial en el origen de las Olimpiadas y de las novelas al estilo de Harry Potter
CARLOS BENITO
Martes, 5 de mayo 2015, 01:14
La posteridad se ha mostrado extraordinariamente generosa con William Webb Ellis. Murió en 1872, hace casi siglo y medio, pero su nombre se sigue recordando ... en relación con un acto bastante tonto, una ocurrencia repentina, un arranque de tozudez bovina que le sobrevino cuando tenía 16 o 17 años. Lo lógico habría sido que aquel pronto suyo se conservase en unas pocas memorias durante unas horas, quizá unos días, pero la desmesura de su fama póstuma va todavía más allá: según las investigaciones más serias, el bueno de William Webb Ellis ni siquiera llegó a protagonizar jamás el hecho que se le atribuye. Lo suyo es puro mito, un rizo de leyenda para adornar la historia.
William, hijo de un oficial de la Guardia de Dragones que había muerto en la batalla de Albuera, se ordenaría clérigo anglicano y alcanzaría cierta reputación como predicador, pero su nombre está ligado a lo que (supuestamente) hizo un día de 1823. La inscripción que inmortaliza su logro lo describe así: «Esta placa conmemora la hazaña de William Webb Ellis, que, con una magnífica indiferencia por las reglas del fútbol tal como se jugaba en su tiempo, tomó la pelota con las manos y echó a correr con ella, originando así el rasgo distintivo del juego del rugby». O, tal vez, habría que traducir la última parte como el juego de Rugby, porque fue allí, en la localidad ribereña del Avon, donde se cuenta que William llevó a cabo su particular revolución.
William Webb Ellis era alumno de la prestigiosa Rugby School, el centro fundado en el siglo XVI por un proveedor de comestibles de la reina Isabel I. Allí se solía practicar el fútbol, pero aquel deporte que apasionaba a los estudiantes no tenía mucho que ver con el balompié de hoy: para empezar, lo rupturista del impulso de William no fue agarrar la pelota con las manos, algo generalmente bien visto por aquellos pioneros del fútbol, sino avanzar sin soltarlo. En el campo podían juntarse cientos de jugadores, repartidos en dos equipos que competían según las normas acordadas inmediatamente antes del partido. El encuentro podía prolongarse durante una semana entera y el balón consistía en una vejiga de cerdo inflada y recubierta de trozos de cuero, con un resultado vagamente esférico. Dice la frase hecha que el fútbol es un deporte de caballeros jugado por villanos y el rugby, un deporte de villanos jugado por caballeros, pero entonces aún estaba todo un poco liado: las primeras reglas para el llamado fútbol de Rugby, algunas de ellas similares a las actuales, fueron escritas por tres alumnos de la escuela en 1845, pero el prestigio de su mítico creador no ha decaído y el trofeo del Mundial se sigue llamando Copa William Webb Ellis.
Los balones del zapatero
Con leyendas o sin ellas, el caso es que el rugby nació en Rugby, y allí se dio forma también al característico balón ovalado, perfeccionado por un zapatero que tenía su taller frente al colegio. La popularidad del deporte sirve como eterna e insuperable campaña de marketing para la escuela, pero lo cierto es que tampoco parece necesitar muchas propagandas: con unas tarifas que pueden superar los 40.000 euros anuales para los alumnos internos, se mantiene como uno de los centros de referencia para la élite más amante de la tradición. Por supuesto, sus responsables saben cuidar escrupulosamente la atmósfera del lugar, con elementos clave como el Roble del Rey plantado por Eduardo VII, la escalera de caracol que conduce al despacho del director o la campana de tres toneladas y cuarto que llama a capilla, pero algunas cosas van cambiando: desde los años 70, también hay chicas entre el alumnado, y el 10% de los estudiantes son actualmente extranjeros.
El legado popular de la Rugby School no solo tiene que ver con el deporte que surgió en sus campos de juego. En una curiosa carambola, la institución también resultó crucial en la popularidad de las novelas de internado cuyo último exponente masivo ha sido la serie de Harry Potter y en el origen de los Juegos Olímpicos. Lo primero ocurrió gracias a Tom Browns School Days, un libro publicado en 1857 por el el exalumno Thomas Hughes, que se convirtió en un hito editorial. Su argumento se centraba en las peripecias de un estudiante cabezota y bondadoso, el Tom del título, pero también dedicaba buena parte de la paginación a Thomas Arnold, el director de la escuela en el momento de la acción: este personaje histórico estableció la figura de los prefectos, los alumnos mayores que mantenían el orden, que a muchos les suena hoy tan familiar gracias a las aventuras de los magos de Hogwarts.
La novela cautivó a un aristocrático adolescente francés de 12 años, Pierre de Coubertin, que prácticamente se obsesionó con el personaje de Thomas Arnold, a quien consideraba «uno de los fundadores de la caballerosidad deportiva». Ocho años más tarde, Coubertin hizo la primera de varias visitas a la Rugby School, que le sirvieron para aficionarse al rugby y reafirmarse en su idea de que el ejercicio físico crea «fuerza moral y social». Su visión le convertiría en el padre de los Juegos Olímpicos modernos.
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