Hasta el rabo todo es toro

Aunque no sea demasiado seguidor del mundo del toro, por momentos reconocí la elegancia, el saber estar y el temple del gran maestro en la figura de Lucas Boyé. Vaya delantero. Vaya partido. Qué exhibición. Y puse el punto final a mi columna imaginaria cuando el público se puso en pie para despedirlo mientras abandonaba el terreno de juego. Solo faltaban los pañuelos y que el delantero ofreciera las dos orejas y el rabo al graderío.

Casualidad o no, fue abandonar el argentino el partido y ese Granada esplendoroso, que había deleitado al público con sus mejores minutos de la temporada aun estando con diez jugadores, se esfumó. Fueron apenas cinco minutos, y tiro por lo alto. Justo los que el Granada volvió a ser el de siempre, el de los atropellos y los malos ratos. El de los ascensos marrados por los goles en propia puerta o el de los descensos materializados por fallar un penalti. Fue irse Lucas Boyé del campo y el Granada se deshizo sin explicación alguna, hasta el punto de derramar el rojo de sus rayas horizontales por el césped del Zaidín, gota a gota, gol a gol, punto a punto.

Lo del sábado no tuvo explicación alguna. Tampoco llego a encontrarle la moraleja, más allá que la inquina del destino de querer volver a recordar al granadinista, retomando el símil taurino, que hasta el rabo todo es toro.