Vuelvo a abrir el libro
rafael jiménez torres
Martes, 24 de agosto 2021, 00:02
Vuelvo a abrir el libro. Dicen que sus páginas están vacías, como mi cabeza, que no hay nada escrito porque todo es mentira, vacuidad. Corrijo la página catorce, encuentro en ella los recuerdos de la lucidez de ellos. Recuerdo que cuando daba clases en un centro oscuro, de ladrillos y 'graffiti' pompeyanos, alguien decía ya que Pedro, Pedro el Cruel, no sé el porqué todavía de ello, caminaba solo por los pasillos, hablaba y examinaba las tuberías, las blancas y las rojas que recorrían el vientre del edificio. No es así, es cierto que ellas me hablaban de las mentiras, rumores, veleidades y pedos que los demás hacían, sentían. Hice por entonces un estudio de campo, reflexiones de arqueólogo de insectos petrificados en sus miedos y anhelos más superficiales. Mis alumnos eran mosquitos, mariquitas de brillantes colores que pululaban abriendo sus alas en busca de cualquier fruta podrida. Nunca estudié entomología pero he de revelar que me convertí en ferviente admirador del mundo natural y de sus criaturas. De otro lado, equilibrio de lo contrario, cara y cruz, alquimia del Uno, mis compañeros, felones y acomodaticios en esa sala de aguas estancadas y libros jamás abiertos y mandados por el Ministerio. Al principio me saludaban, era un caballero andante entre cíclopes, no de molinos sino de su propio canibalismo. Yo era vigía de todo ello, caminante de una calzada romana que nadie recordaba, monumento a la desesperación. Me llamo Pedro y los crueles son ellos porque jamás entendieron que los distintos planos de las realidades se mezclan en las almas más conspicuas y bacantes del dios desconocido.
Tengo en la mano el vaso de plástico y pastillas de la mañana, collage de olvidos. La verde la cierro en el puño. Tengo muchas guardadas ya bajo la colchoneta; quiero construir, empedrar con ellas un camino de esperanza. He de tener cuidado, el celador del laberinto me mira de reojo siempre porque no se fía de mis intenciones. Es un perro pachón de bata blanca con restos de esputos y mocos pegados. Nunca me tomo la pastilla verde porque significa traicionar la bandera de los califas. Alhakam II me presta un libro de su escribanía todas las noches y traduzco para estos patanes del norte. Es agotadora la tarea, ahora estoy bebiendo, indagando acerca del Libro de los Cantares de Abü-I-Farach. Se perdió hace siglos entre flores de piedra y el fuego de dios. He anotado con diminuta caligrafía en las márgenes del libro que a los alumnos les gustaba la historia del califa versado en amores y susurros de agua. La poesía se rompía cuando tocaba el timbre y volvíamos para mayor desesperación del cancerbero jefe de estudios. La clase estaba vacía, nos habíamos fugado, sin hacer ruido, bajando las escaleras como procesionaria diligente, acarreando entre todos a sus espaldas una maleta de sueños al patio. La Tierra Prometida era una pequeña mota verde que crecía allende los Mares del Sur entre canastas de baloncesto y fugaces promesas de amor.
Los iluminados no me dejan concentrarme. Están alterados, intuían ya algo desde el desayuno. Ya sé la respuesta. Salgo de mi receptáculo y observo que el vigilante que lo ve todo, Polifemo de un ojo, la cámara que se abre y cierra continuamente de la pared, ha puesto un partido de fútbol en la televisión atornillada en un techo sin estrellas. Pobres hombres, disciplinados todos, comicastros de sí mismos. Babero y pulsera de identificación. Enferman cada día más. José el farero, nunca duerme, me ilumina la cara todas las noches con una pequeña linterna de petaca. Confesó un día, tras contarle un cuento de sirenas y naufragios, que un futbolista de la tele le había dicho que vigilaban a todos ellos mientras movían la pelota. Luego denunciaban a la médica jefe que Luis se había metido la mano por debajo del pantalón poniendo a continuación cara de felicidad y que Andrés miraba con lascivia a su amado José. Desde entonces no veo ese artefacto, conspiración de los locos hacia los cuerdos. No dejan de chillar, no entienden que el gol es meter la pelota en la red y no sacarla fuera del campo.
¿Por qué estoy aquí? Qué os hice… Es cierto que defendí que los árboles escribían libros en sus hojas, y que estas, cuando crecían, caían al suelo con un libro ya impreso. Que un día tuve la osadía de ir a graduarme la vista a una óptica de la calle principal con unas gafas de buzo y con tubo puestas. Que llamé damajuana a la directora porque su piel era verdosa y opaca aunque traslucía sus pechos manoseados y secos. Todo es normal cuando tu corazón asiente, cuando los otros quisieran hacerlo y no lo harán.
Estoy solo en esta celda o como quieran llamarla, huele a lejía barata y santificada por manos de limpiadora oronda y llena de virtudes. No veo la luz del sol, los pájaros no vienen porque una epidemia los ha extinguido, dicen que los hombres se han vuelto locos porque ya no aman y el verano es dádiva del Apocalipsis. Todo esto lo he escrito yo, testamento que se comerá mi compañero de silencios. Come papel porque quiere reencarnarse en termita, crecer y salir de aquí.
Vuelven a tocar el timbre, aunque ya es tarde. El calor ha derretido la vieja instalación. Carreras y gritos ahogados en inmundicia. Una sirena da vueltas regalándonos colores chillones, las puertas están abiertas, huelo a humo, no veo apenas nada. Sudo copiosamente mientras la pared se descarna. Voy a levantarme, tengo que dar la clase a los locos.
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