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FREEPIC DILLER
Relatos de verano

El vestido de colores de una puesta de sol sobre el mar

Elena Sánchez Romero

Viernes, 27 de agosto 2021, 23:43

Cada vez que regresaban a Granada de vacaciones, Carla y su familia se hospedaban en el espléndido carmen de su tatarabuela Águeda.

–¡Mirad, está en la ventana del salón! ¡Nos está saludando!

–¡No digas tonterías, Carla! ¡Siempre igual! ¡Vas a asustar a tu hermana! —le regañó su padre.

–Y a mí —replicó su madre con voz titubeante.

–¡Es ella! ¿No sé por qué no la veis?

–¡Basta! —sentenció su padre.

Las dos adolescentes, lo primero que hacían al llegar a la casa, era subir al desván para husmear en los viejos baúles repartidos por toda la estancia. Se podían pasar horas entre aquellas paredes y el olor a cerrado del habitáculo. Cartas, sombreros, ropa vieja y enseres inservibles lo poblaban.

Se entretenían viendo las decenas de álbumes de fotos familiares en blanco y negro. Había fotografías desde que su madre era pequeña hasta la época de oro del carmen. En estas últimas, se podía ver a su tatarabuela posando con la mano apoyada en la chimenea del gran salón de los bailes, engalanada con un sinfín de vestidos diferentes, y a cada cual, más hermoso. Hubo uno que a Carla la dejó boquiabierta.

–Mira, Lilian. ¡Qué maravilla de vestido!

–¡Sí, es increíble!

–Me lo imagino con los colores del verano. Los colores de una puesta de sol sobre el mar.

–¡Qué imaginación tienes!

–¿Y si aún estuviera guardado en la casa?

–Si eso fuera así, al cogerlo se desvanecería, igual que el polvo de este álbum —y, soplando a la tapa de cuero, levantó una nube de polvo que desapareció en pocos segundos, no sin antes hacer estornudar a la soñadora Carla.

–¡A cenar!

–¡Ya bajamos, mami! –contestó Lilian, dejando caer al parqué el libro de fotos y, formando otra polvareda, provocando el estornudo a Carla, una vez más.

–¡Lo has hecho a posta! ¡A papá vas!

–¡Llegaré antes que tú, y le diré que es mentira!

–¡No te atreverás!

–¡Ya lo verás! —y, a empujones, bajaron las escaleras en busca de su padre.

La cena discurrió entre malas caras y rezongos. A la hora de dormir, como siempre, para no acostarse enfadadas, se dieron un beso de buenas noches e hicieron las paces, deseándose muy felices sueños.

Pasada la media noche, una cálida mano, acariciándole de forma muy cariñosa el ensortijado cabello color miel, despertó a Carla. Al abrir los ojos, tuvo que frotárselos varias veces para cerciorarse de que la visión que tenía enfrente, era real.

–No te asustes —la tranquilizó su tatarabuela con una melosa voz de cuentacuentos, y ataviada con el vestido que tanto la impresionó.

Le tendió una mano, y con la otra le indicó que debía guardar silencio.

–¡Ven conmigo, princesa!

Muy sigilosa, para no despertar a su gemela, que dormía plácidamente, acompañó a la mujer.

–Nunca permitas que nada ni nadie corte las alas de tus sueños. Y lo único que te alejará de ellos es el no intentar conseguirlos —le aconsejaba mientras se adentraban en la penumbra de la noche, recorriendo cada rincón de la vivienda.

Por la mañana, al asomar los primeros rayos de sol por la ventana, Carla dio un respingo en la cama y comenzó a llorar. Con el desconsolado llanto, despertó a su hermana.

–¿Por qué lloras así? ¿Qué te pasa?

–¡Ha sido solo un sueño! ¡Pero ha sido tan real!

–¡Explícate, por favor!

Carla, entre sollozos, le contó que había soñado que la tatarabuela de ambas le dio un paseo por toda la casa, mientras le narraba las historias de aquellas lujosas fiestas que se celebraban en el salón de los bailes.

–¡Y llevaba puesto el vestido que me gusta! ¡Y era de colores naranjas, amarillos y azules! ¡Los mismos colores de las puestas de sol que vimos en la Costa Azul, el año pasado! ¿Has visto cómo era así?

Lilian, riéndose a carcajadas, le dijo:

–¡Lo has soñado! Y como decía Calderón de la Barca: «y los sueños, sueños son». Ja, ja, ja, ja, ja.

Carla se enfadó mucho y, justo al levantar la mano para darle un empujón a su hermana, recordó algo. Sin mediar palabra, salió corriendo escaleras arriba hacia el desván. Al abrir la puerta, dio un golpe que resonó en toda la casa. Sus padres y su hermana, preocupados, fueron en su busca a toda prisa. Al llegar, la hallaron sentada en el suelo, frente a uno de los baúles, sacando sin miramiento todo lo que había en su interior. En el fondo, vio una pequeña caja plateada con incrustaciones de gemas de colores naranjas, amarillos y azules. La tomó entre sus temblorosos dedos, y la abrió muy despacio. La cajita guardaba una llave con las mismas piedras insertadas en el precioso labrado que poseía.

–Mamá, anoche me visitó tu bisabuela, y me contó lo que hay tras la puerta que abre esta llave.

–¡Es imposible! —le gritó su incrédula hermana.

–¿Me vais a explicar qué pasa aquí? –preguntó el padre, sin saber el porqué de aquel revuelo.

La niña se levantó y, con los ojos llenos de lágrimas, fue hacia el armario que se encontraba a sus espaldas. Con mucha delicadeza, introdujo la llave, la giró dos veces, y la puerta cedió.

Al día siguiente, en aquel carmen al pie de la Alhambra, hubo un baile como los de antaño para celebrar el decimocuarto cumpleaños de las niñas. Y como si de Águeda se tratase, Carla, con el magnífico vestido de colores de una puesta de sol sobre el mar, posaba orgullosa para inmortalizar el momento. Muy risueña, mientras la retrataban con una mano apoyada en la gran chimenea del salón de los bailes, le guiñaba el ojo a su tatarabuela, que desde el último peldaño de las escaleras que llevaban al desván, le sonreía complacida.

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