La última luz
Juan Vellido
Sábado, 29 de octubre 2022, 00:33
'El aire es inmortal. La piedra inerte
ni conoce la sombra ni la evita.
Corazón interior no necesita
la miel helada que la luna ... vierte.'
F. G. L.
Hay en el ideario íntimo de cada persona un preciado cofre en el que cada cual celosamente guarda sus mejores momentos, sus júbilos, sus suertes, sus alegrías; un rincón de la memoria que alberga los mejores recuerdos, la luz y la mirada, los gozos y los sueños, las venturas y las dichas. Y en ese cofre primorosamente adornado de alegorías y diminutivos uno custodia, como su más preciado tesoro, el nombre de María Jesús de Sande Barroso, una mujer que para quien suscribe estas palabras fue mucho más que esposa, amante y amiga, madre de mis hijos. Fue paradigma de un talante luminoso: batalladora tenaz, trabajadora infatigable, cómplice leal, guía en todos los caminos, humilde consejera –una dama reconoce siempre los silencios y huye de los murmullos–, oyente atenta, entrañable compañera, callada luz que se agotó al alba del 24 de octubre de 2022.
Anónima siempre, María Jesús de Sande encarna y simboliza la entrega de la mujer trabajadora, vehemente y vocacional, que ha dedicado su vida a su familia y a su trabajo con una inequívoca actitud mesurada y prudente. Eso sí, con mucho carácter, con la enérgica disposición que toda mujer de nuestra generación ha necesitado para abrirse paso en un mundo de hombres. Su extraordinario sentido de la rectitud la emplazó siempre enfrente de injusticias, favoritismos y privanzas.
Fue María Jesús de Sande Barroso enfermera del Hospital Clínico San Cecilio, adonde llegó con 21 años, después de finalizar sus estudios en la Complutense de Madrid, ciudad esta que la vio nacer en 1955. Y, como sus antecesoras –aquellas primeras mujeres libres de la historia que durante el siglo XII emergieron a borbotones en Flandes, Brabante y Renania, después de siglos de guerras cruentas que diezmaron a la población masculina y empujaron a las viudas de toda condición y naturaleza a mancomunarse en grandes comunidades de beguinas–, ella hizo de su vocación una actitud vital, un ministerio. El ritual de la curación exige a los sanitarios un coraje, una disposición, que los distingue del resto de las profesiones. Ellos contribuyen al desarrollo de la sociedad y al bienestar público. Ellos son protagonistas de nuestro presente y nuestro futuro. Ellos han visto, oído y sentido nuestro sufrimiento, nuestros quejidos y nuestras súplicas. Y acaso ellos son conocedores del ser humano hasta el punto de comprender su lamento, ese lloro constante que para los demás apenas supone una anécdota en el maremágnum cotidiano de las noticias y los telediarios.
Decía Miguel de Unamuno que «el sufrimiento es la sustancia de la vida y la raíz de la personalidad; por eso solo el sufrimiento nos convierte en personas».
Hay en el ideario íntimo de cada persona un preciado cofre en el que cada cual celosamente guarda sus mejores momentos. En ese arcón de la memoria, uno atesora una mirada y una sonrisa y un gesto y un silencio de aquella dama inteligente y sensible que adoraba a los gatos y los perros, de aquella señora culta, sencilla y tímida, a la que la vida no dio tregua. En ese cofre íntimo, a uno le quedan su luminosa personalidad y sus diminutivos más hondos. Y la última luz. Adiós, Nana, adiós.
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