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JUAN ENRIQUE GÓMEZ
Relatos de verano

Tras la fuente de la eterna juventud

juan manuel romero conesa

Martes, 17 de agosto 2021, 01:06

Con la llegada de las vacaciones de verano, mi estilo de vida sufría una metamorfosis pasando de impenitente urbanita a rústico lugareño, ya que mis padres, conscientes del incordio que representaba tenerme todo el día en casa, me mandaban a Güéjar Sierra con mi familia del pueblo a pasar la temporada estival.

Una vez allí, y por mera supervivencia, me mimetizaba con el entorno permutando mi ropa de niño pijo por jerseys sin cocodrilos ni pantalones de afamadas marcas como 'Lois', o 'Levi Strauss'.

Ataviado con camisa blanca y pantalón corto de pana, ya estaba uniformado para no llamar la atención y salir a la placeta de la iglesia en busca de la caterva de zagales que, ociosos y desganados por los soporíferos días sin ocupación académica, esperaban la llegada de cualquier acontecimiento o, como en mi caso, de un forastero, para romper su invariable rutina.

Así, de esta guisa, ya era uno más de ellos, incluso me favorecía que mi familia paterna tuviera mote, y durante el tiempo que estaba entre ellos era 'Poncio'. Dicho alias provenía de la costumbre que mi abuelo tenía de lavarse las manos aprovechando que regresaba de las labores del campo y llevaba las bestias al pilón para que abrevasen.

La verdad es que no me disgustaba, Poncio, nombre de gobernador, comandante en jefe de las legiones romanas y prefecto de Judea. Así, pues, asumía el papel de líder que la historia me otorgaba y me transformaba en su caudillo.

Ese año me había propuesto llevar a cabo una legendaria empresa, encontrar 'La Fuente de la Eterna Juventud'.

Por aquellas fechas había terminado segundo de BUP en el Padre Suárez con brillantes notas, y era tal la fascinación que sentía por la asignatura de Historia, que había sacado una matrícula; por eso pensé: ¿por qué no emular a Ponce de León buscando la antigua creencia que embelesó a aquellos conquistadores?

Les conté a mis amigos que al capitán Juan Ponce de León le llegó la noticia de haber en cierta isla del océano una fuente, río, laguna o manantial, cuyas prodigiosas aguas devolvían el vigor, la lozanía y arrogancia de la juventud a quienes en ellas se bañaran. Y si en nuestro pueblo teníamos un soberbio río, el San Juan, plagado de pozas y afluentes, ¿acaso no pudimos encontrarla nosotros?

Todos jalearon con entusiasmo semejante aventura y cada uno corrió a su casa para procurarse la indumentaria y armamento de colonizador, consistente en cacerolas o cazos de aluminio a modo de morriones, escopetas de plomos aparentando mosquetes y arcabuces, y algunas capachas de las que se usan en las prensas de las almazaras como armaduras, con lo que componíamos nuestra singular equipación.

Lo siguiente fue ponernos uno de los pomposos nombres que gastaban aquellos valientes y aguerridos militares.

A mí, como no podía ser de otra manera, me llamaron 'Poncio de León'; a Martín, que ayudaba a su padre en el oficio de albañil, le pusimos 'Martín Carrillo de Cemento'; a Marquitos, hijo del carpintero del pueblo, 'Marcos de Madeira y Formón'; Miguel, que tenía una casa de monte a las afueras del pueblo, 'Miguel de Villafueras y Piedemonte'; y así, uno tras otro, fuimos sacramentados en nuestra nueva identidad.

Durante una semana estuvimos recorriendo el río San Juan, desde Maitena hasta el Guarnón; exploramos arroyos y manantiales, acequias y riachuelos, sin dejar de sumergirnos en todos y cada uno de ellos, esperando nos fuera concedida la gracia de la vida eterna y la inmarchitable juventud; pero, al séptimo día, cundió el desánimo en la tropa al no obtener por más virtud que: magulladuras, torcimientos de tobillo y algún que otro resfriado por obra y gracia de las gélidas aguas del deshielo de Sierra Nevada.

Y así, aquel verano del 78 quedó en mi recuerdo por haber soñado con alcanzar aquella quimera.

Cada vez que volvía al pueblo me acordaba de la frustración sufrida y no paraba de pensar en lo cerca que estuvimos de encontrar aquella Fuente de la Vida.

Y no andaba desencaminado porque esa eterna juventud se hallaba más cerca de lo que me pensaba, tan cerca que estaba a simple vista, bastaba con saber interpretar los signos que los moradores de aquel pueblo presentaban, empezando por mis abuelos, que con cerca de noventa y tantos años gozaban de excelente salud, fuertes como robles.

Como cada día después del almuerzo, mi abuela Mama Paquita, se zampaba de postre un plato de cerezas.

Al verla con qué entusiasmo y salud las engullía, me sentí Arquímedes y grité: «¡Eureka!, ¡son las Cerezas!». Gracias a mis conocimientos de Biología, donde por cierto también había sacado otra matrícula, lo había encontrado.

Estaba claro que su consumo casi a diario durante la temporada de verano presentaba notables beneficios para la salud, pues estas son una excelente fuente de antioxidantes, además de favorecer el sueño y el reposo nocturno, son muy ricas en triptófano y serotonina, precursores de la melatonina, hormona calificada como de la eterna juventud, pues favorecen y potencian el descanso nocturno, el sistema inmune y el buen humor.

Y así, tres años después y sin transitar al Nuevo Mundo, un Poncio pudo reparar la injusticia que la vida, desposeída en la persecución de un sueño errático, le había quitado a otro Ponce.

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