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Relatos de verano

Tormenta perfecta

manuela moriana moles

Martes, 3 de agosto 2021

La mañana, tras la tormenta que todo lo cambió, es fresca y huele a limpio.

Sandra vuelve de sacar a su perro al paseo matutino y se dirige a su vivienda, en un bloque de apartamentos vulgares de un barrio vulgar. En la esquina del callejón contiguo a su calle, las sirenas de una ambulancia y, a pocos metros, las de un coche de policía emiten sus conocidos destellos.

Un grupo de curiosos se acerca a ver qué ocurre. Sandra lo observa desde la distancia, sin adentrarse en la escena.

–Por favor, dispérsense y dejen pasar a los sanitarios –dice un policía, con voz cansada.

–Está muerto, ¿verdad? Es Pablo, el de la tienda de ultramarinos. Era mi vecino –informa uno de los congregados, con voz entre sorprendida y morbosa, porque cree que puede aportar algo en lo más emocionante que ha ocurrido en el barrio desde que vive en él.

–––

La tarde en que todo empezó, Sandra estaba viendo tranquilamente en la televisión su serie favorita. Trataba sobre personas con vidas apasionantes que vivían en mansiones apasionantes y tenían relaciones apasionantes; todo lo contrario a ella. Conforme se introducía en la serie, imaginando una vida distinta, se masajeaba las doloridas piernas que el turno de mañana, en la cafetería, le había dejado.

El sonido del timbre la molestó, porque no esperaba a nadie y no tenía intención de levantarse del sofá hasta ese momento. Abrió la puerta, era Pablo, su vecino de arriba. Quería que le permitiera usar su 'wifi', porque tenía algún problema con el suyo.

Le dejó pasar. Pablo era un hombre de mediana edad, guapo, aunque un poco ordinario en su pose y forma de hablar. Sandra era consciente de la manera en que la miraba cada vez que se encontraban en la escalera o en el ascensor; él, dispuesto a salir a correr, poco antes de anochecer, cuando volvía de su trabajo en la tienda, y Sandra, al entrar en el edificio, tras un turno de tarde en la cafetería.

Por sus dotes de galán de extrarradio o por la soledad y el aburrimiento de Sandra, la convenció para salir a tomar unas copas.

Nada sería igual desde que despertara, unas horas después, del estado de inconsciencia en el que Pablo la dejó tirada. Empezarían las pesadillas, los ataques de pánico y ese olor que impregnaba su cuerpo y del que no se podía desprender por mucho que se frotara bajo la ducha, hasta enrojecer su piel. Según Sandra, ese maldito olor le causaba terribles náuseas por las mañanas.

Cuando volvió en sí, lo que recordaba con más nitidez era la voz de Pablo, que le susurraba en el oído, poco antes de perder el control de su cuerpo y sumergirse en las aguas agitadas de la inconsciencia: «No vayas diciendo tonterías por ahí, porque nadie te va a creer. Yo tengo una reputación en la tienda y en este barrio. Tú solo eres una camarera que coquetea con todos».

–––

La tarde en que todo acabó, llovía copiosamente, lo venían anunciando en todos los telediarios, así que había poca gente en la calle.

Pablo saldría a correr a pesar de la lluvia y de los truenos. Era un hombre de hábitos casi obsesivos, y Sandra ya lo había visto hacer en otras ocasiones. Simplemente, se pondría un chubasquero amarillo fluorescente y saldría.

Ella lo había estudiado todo bien. Esa tarde lo esperó dentro del coche, aparcado en el callejón por el que Pablo volvería. Estaba impaciente y un poco nerviosa, por si al final decidía no salir de casa.

No se equivocó, a la hora de costumbre apareció con su chubasquero amarillo, corriendo por el callejón mojado y lleno de charcos. Empezaba a anochecer y el ambiente estaba especialmente oscuro por las nubes negras que descargaban con furia sobre la ciudad. Solo una farola con luz difusa y titilante, que amenazaba con apagarse en cualquier momento, iluminaba levemente el pasaje.

La adrenalina recorría todo el cuerpo de Sandra, el corazón se aceleraba al mismo ritmo que el motor que puso en marcha, cuando pisó a fondo el acelerador. Notó cómo sus manos sudaban y, durante un momento, algo de falta de adherencia en los neumáticos. Un instante después, sonó un golpe seco. Pablo no pudo esquivar el coche sin luces que se le vino encima y cayó sobre el capó que lo arrastró unos metros, hasta quedar definitivamente tendido en el suelo, con el cráneo partido y una grosera mueca en la cara.

«Cuando una mujer dice no, es no, vestida o desnuda; con copas o sin ellas», pensaba Sandra mientras desaparecía del callejón y, ya en la calle principal, encendía las luces.

–––

La mañana tras la tormenta, Sandra ya no siente miedo, despertó sin pesadillas y ha desaparecido el olor de su cuerpo, no así las náuseas. Siente sus pechos duros y su vientre tenso. Quizás tendría que consultar al médico. Pedirá cita a la vuelta de su paseo matutino con Cuzco, su perro. Después, llevará el coche al desguace. El impacto no mermó demasiado la carrocería, es lo que tienen los vehículos japoneses, son duros. No obstante, aunque robusto, no pasó la última inspección técnica de vehículos y su reparación es demasiado costosa. Había dado su último servicio. Nunca la dejó tirada.

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