Ars temporis
david de callejón mayoral
Martes, 27 de julio 2021, 00:28
Con apenas unos tomates cuarterones en el morral y el hatillo de esparto bajo el brazo, Serafín, el antiguo maestro de la escuela, regresaba cabizbajo a casa. «Son malos tiempos», pensaba con el decir constante al que se recurría en aquel pueblecito de la costa almeriense para cualquier mal que aconteciese.
La guerra se había ido hacía años, pero el resentimiento de los vecinos era aún el poso de muchas miradas. Ahora, con mujer e hijos, el maestro sobrevivía limpiando acequias de riego, a cambio de algo para comer.
«Eriales, labradores necios, conversaciones vacías...», se lamentaba. Su único placer consistía en salir a pescar en su pequeña barca, la 'Montse', cuando la 'ponientá' lo permitía.
–Ha venido tu primo Gabriel con eso, dice que van a vender la casa del abuelo. Que te darán tu parte. Que, mientras tanto, guardes la máquina del difunto. Dice que los techos se están cayendo y se está estropeando todo con las goteras–, le espetó su mujer al llegar, sin mediar saludo. Lejos quedaban los tiempos en que, nerviosa, le esperaba en el portal, agitando la mano desde que distinguía su figura, cargada con sus libros y reglas, al final de la calle.
Serafín observó con reverencia la antigua cámara, admiró su enorme ojo de cristal y su trípode de madera. Junto al artilugio, una maleta raída, llena de botes, líquidos y placas de cristal.
–Otro trasto de los manirrotos de tu familia, en vez de conservar las parras, gastando el pan en cochinadas... —y, tras sentenciar, la mujer se marchó a continuar sus quehaceres.
El maestro, anémico de alimento intelectual desde hacía años, no tardó en encontrar tiempo para leer sobre aquella cámara, estudiarla y limpiarla con la meticulosidad de un relojero. Tras unos pequeños fracasos, entendió el mecanismo de apertura, la composición del revelador, los tiempos del fijador y adivinó el arte de la luz... ¡Ah! La luz…
Las primeras placas semejaban nubes de tormenta. Las siguientes, charcos de barro con escupitajos. Por fin dedujo que requería la luz del sol y colocó el armatoste frente a la torre de la playa. Fue una revelación. En un cuarto oscuro, la silueta de la torre empezó a tomar forma, un abanico de tonos grises y negros moldeó formas. Serafín asistió a un milagro, le temblaban las manos de la emoción. Extrajo el cristal con la fotografía, lo dejó secar. Se sentó, emocionado, ante aquel pequeño milagro.
Los días siguientes fueron un ir y venir de novel fotógrafo, captando fachadas, plazas, árboles. Su técnica mejoraba, pero, en la misma medida, se fruncía su frente al examinar las placas. Algo parecía no ir bien, pequeños detalles que cambiaban en las fotografías: no aparecían los desconchones y ladrillos de la torre, algún portón diferente, árboles que no recordaba...
Hombre metódico, el maestro comenzó a comparar las imágenes captadas con la realidad. Aquella tarde, no pudo reprimir un '¡eureka!' cuando, frente a la mugrienta taberna de Juanico el Bizco, contrapuso la foto de lo que parecía gran establecimiento: «Restaurant Casa Juan, paellas and burguers», se leía en la fachada.
«¡Esta máquina capta el futuro!», dedujo inmediatamente. Tras concienzudos cálculos basados en detalles que descubría, estimó que la máquina captaba el porvenir, quizás treinta o cuarenta años hacia adelante. Comprobó su teoría fotografiando a una joven pareja en la glorieta del parque. Aparecieron envejecidos: él, calvo, y ella, gorda. «Es el futuro», exclamó con júbilo.
Aun así, algunos resultados le inquietaron. Fotografiando la iglesia, la fachada lució perfecta, encalada, pero el señor cura, don Anselmo, que se situó junto a la puerta para retratarse, no apareció. Serafín fue muy prudente en no observarle ese detalle, que bien podría significar su futura ausencia en el mundo de los vivos.
El fin de aquella aventura llegó cuando quiso fotografiar a su pequeño gran amor, su hija Ana, la niña más cariñosa del mundo, la única persona que le hacía sonreír. Colocó la cámara en la playa, para captar como fondo a su 'Montse' y a su dulce hijita sentada en la arena, sonriéndole con sus hoyuelos y su mirada limpia.
Aquella tarde, cuando la emulsión se terminó de secar y Serafín la estudió a la luz, quedó horrorizado. Su Montse surgió muy marinera, recién pintada, pero en el lugar de su hija, sobre la arena, una mujer con enormes tatuajes en el cuerpo sonreía con descaro, fumando un cigarrillo. Los ojos del maestro se desorbitaron al reparar en sus pechos al aire, y entrever, ahogada entre mamas, la pequeña medallita de la Virgen de su Ana, su regalo de comunión.
Aquella noche, entre reniegos, le vieron quemar el artilugio a las afueras del pueblo. Pidió dinero prestado a sus familiares e ingresó a Ana en un severo internado de monjas de Granada.
Días después, por primera vez en su vida, se le vio arrodillado en el confesionario de don Anselmo.
–Hablaban sobre putas —cotilleó una señora de buena familia que aguzó el oído desde la última banca de la iglesia.
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