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TOMÁS BRAVO
Relato de verano

T

juan de dios bravo campaña

Viernes, 20 de agosto 2021, 00:09

No se me olvidará nunca la llegada a este mundo. Por lo menos eso oí decir un día a mi madre cuando invitó a sus amigas a casa: «Mi T, ya desde que nació, nació con mala…» (Perdonadme que omita la expresión malsonante; yo no utilizo esos términos tan groseros; pero es, literalmente, lo que comentó mi madre con sus amigas). Cuando dijo eso mi madre, yo, con mis cinco añitos, aproximadamente, ya había hecho de las mías.

Pero, volviendo a mi nacimiento, este fue muy traumático para mi madre. Mi parto fue al contrario que la mayoría. Primero asomaron mis dos finas piernas bien juntitas. Lo malo fue a continuación: sin cerrar mis brazos, como estirándome, rígidos, me empeñé en salir... y salí rebosante de líquidos, con un dolor tremendo de oídos por los gritos de mi madre. Resultado: una semana recuperándose del desgarro y una semana yo en una incubadora de gran tamaño con el fin de que mis brazos extendidos cupieran en ella.

Durante un largo tiempo me sometieron a una bajada de brazos lenta, pero sin pausa. Primero, en el hospital; luego, en mi casa. La resistencia horizontal de brazos fue cediendo hasta quedar en una posición intermedia, como las flechas indicadoras. Pero este proceso no ocurrió de la noche a la mañana. No. Cumplí los diez años cuando mi madre respiró un poco tranquila al ver que ya no tiraba con tanta facilidad los objetos que decoraban parte y parte del pasillo. Por fin, mis primos Pepito y Sara se podían sentar junto a mí en el coche para ir a ver a la tita Amparo. La pobre se estaba recuperando de la pérdida del ojo izquierdo, que fortuitamente perdió una noche cuando dormía conmigo y mis bracitos, todavía en posición horizontal, se agitaron más de la cuenta como consecuencia de una pesadilla. ¡Ay, Dios mío! Mi dichosa manía de dormir con mi cuchillito de plástico duro bien apretado entre mis manos. Pero yo lo hacía por mi miedo a tener pesadillas y que aparecieran de nuevo los monstruos. ¡Pobre tita Amparo! Cada vez que iba a visitarla a su casa con mi madre y mis primos, me miraba con una cara muy extraña, desagradable; incluso procuraba estar lo más retirada de mí.

Eso ocurría también con la mayoría de las personas y en otras situaciones, antes de que mis brazos bajaran a la posición intermedia. En la iglesia, al darnos la paz. En la escuela, donde nadie se sentaba a mis dos lados, no porque no quisieran, sino porque no podían; el grupo de alumnos era muy numeroso y la clase muy reducida; para colmo, a la falta de espacio había que añadirle mi contratiempo físico. Bueno al menos servía para sacar de apuros, en algunas ocasiones, al profe de Educación Física: mis brazos eran el mejor poste de sujeción para las redes de tenis. Al ir de compras, especialmente en temporada de rebajas, mi madre (auténtica devoradora de ropa) me llevaba consigo, me metía en los probadores y me cargaba los brazos de faldas, trajes, cinturones... mientras ella no paraba de probarse prendas; las dos perchas del probador y yo éramos sometidos a un auténtico abuso de peso, no durante unos minutos, sino unas cuantas horas, mientras mamá con ojos enfermizos, estresada, sudorosa, murmurando cosas entre dientes que yo no entendía, no paraba de quitarse y ponerse ropa; mientras oía fuera del probador quejarse a la gente que esperaba, me quedaba impasible observando el cuerpo de mamá de todas las posturas.

En mi Primera Comunión fui el centro de toda la ceremonia: mi traje especial distinto a los demás, mi comunión distinta a las demás, la foto en la que yo ocupaba el centro con mis brazos abiertos como si fuera Jesucristo rodeado de seguidores...

Como comprenderéis, todos estos acontecimientos y muchos más me agriaron el carácter, y aún más, observando cómo mi madre, aprovechándose de mi 'cualidad' especial, empezó a llevarme a programas de televisión con altos índices de audiencia, presentándome entre sollozos y relatando lo mal que lo pasaba, los gastos extras que tenía, las amistades que había perdido y un sinfín de sandeces que dejaba boquiabierto a un público que aplaudía a rabiar cuando se lo indicaban.

Os voy a confesar una cosa: mi madre no se alegró cuando mis brazos empezaron a ir recuperando su posición normal. No. A partir de aquí ya no podía ir exhibiéndome de programa en programa, de revista en revista. Sus ingresos se estancaron y empezaron a bajar y mi madre ya no me daba esos abrazos tan fuertes y cariñosos como solía darme.

Y ella, ahora, cuando me ve mayor de edad y observa cómo mi carácter ha cambiado, se enfada, no me habla, refunfuña. Me da igual. Bastante se ha forrado a costa mía.

Ahora tengo paciencia, soy apacible, muevo mis brazos como cualquiera de vosotros. Y, sobre todo, me gusta arropar a las personas con mis brazos; protegerlas con mis brazos; indicarles con mis brazos; volar con mis brazos; vivir con ellos fiestas de los sentidos, especialmente con mis brazos. Estoy empezando a conseguir algo de felicidad.

¡Ah! Y los cuentos que escribía hace años siempre con comienzos negativos, pesimistas («Éranse una vez unos zapatos sucios, viejos, que yacían junto a la tumba de su amo...»; «Érase una vez un inesperado final...»; «Érase una vez un mundo que se estaba pudriendo y no hacía nada por remediarlo...»), ahora se han vuelto optimistas, repletos de ilusión («Éranse una vez unos zapatos limpios, nuevos, que andaban con alegría y elegancia...»; «Érase una vez un comienzo feliz...»; «Érase una vez un mundo lleno de vida...»).

Ahora me gustaría mirar a una persona en concreto, por ejemplo a ti, y poder acariciarTE, besarTE, tenerTE, adorarTE, hablarTE, amarTE...

Pero, mientras esto no ocurra, seguiré tumbándome en la hierba, mirando al cielo y comiendo nubes.

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