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Relatos de verano

Cómo sobrevivir a un naufragio

georgina pérez romero

Viernes, 23 de julio 2021, 23:35

Shaleen miraba aquel mar turbio y melancólico mientras esperaba a que la guiaran hacia su destino. Ansiaba terminar con aquella agonía y, aunque aún no había trazado su plan, las ideas le bailaban y le creaban un intenso dolor de cabeza.

No podía aceptar que aquel ser le impidiera seguir escribiendo. No podía permitir que muriera. Si él moría, ya no tendría a nadie que la suplantara. Todavía, en pleno siglo XIX, las mujeres no podían escribir y necesitaba a aquel ser infiel y maquiavélico para que le cediera su nombre. Si Arthur moría, el gran escritor y poeta de la época victoriana desaparecería con él.

Así era la vida, ella escribía y escribía y él se llevaba toda la fama y todo el mérito. Pero a Shaleen no le importaba, ella estaba por encima de cualquiera de estas circunstancias. El simple hecho de escribir la complacía. El poder disfrutar con su pluma le hacía olvidar los problemas mundanos y podía ser quien quisiera, podía ir adonde quisiera, y esa libertad la muerte no se la iba a arrebatar.

Se consolaba pensando que, al menos, se había salvado de aquel naufragio. Había evitado morir en trágicas circunstancias gracias a su predilección por la lectura y la escritura. Había preferido terminar sus novelas al calor del hogar antes que marcharse a investigar por las costas gallegas. Y, como bien decía su padre: nada es irresoluble, excepto la muerte, pero la propia…, no la del cónyuge.

Siguió avanzando por aquella playa de arena gris, tan gris y volátil como su propio destino. Aquel capitán la acompañó hasta una pequeña caseta en las rocas donde habían amontonado los cadáveres de los marineros ahogados. El olor al entrar en aquella estancia le recordó la volatilidad de la vida, la esencia de lo primigenio. Al igual que aquella arena a la que movía el viento gallego, el destino la movía a ella por playas sin descubrir, por lúgubres caminos por los que jamás hubiera caminado.

Buscó la cara de su destino entre aquel montón de cuerpos en descomposición y la encontró. Ahí acababa todo. Sus ojos vacíos y vidriosos significaban el fin. Maldijo su vida, su sexo y su sino. Maldijo a todos los gallegos que se agolpaban para curiosear y se quedó afónica. Los oyentes se compadecían de aquella mujer que había perdido a su marido; pero a ella su marido le daba igual, ella solo quería escribir y ese cuerpo significaba el fin de su historia. ¿O no?

–¿Hay algún taxidermista en este pueblo? –preguntó Shaleen con el hilo de voz que le quedaba.

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