Una lágrima, una fecha, un nombre
miguel martínez del río
Viernes, 6 de agosto 2021, 00:33
Mis padres me enseñaron que la mayor traición que puede sufrir un hombre es la que viene de sí mismo. Que en la vida debe importarnos menos la opinión de los demás que la firmeza con que seamos capaces de mantenernos en nuestras convicciones. Y ese pensamiento, tildado por muchos de mis amigos como radical, ha marcado mi vida sin generarme dudas, sino orgullo. Hasta esta mañana, cuando el aplomo con el que vivo mi rareza pareció resquebrajarse como barro mal cocido.
Eran las once y salí a hacer unas compras. Cuando doblé la esquina, percibí que un grupo de zagales sentados sobre un banco comenzaba a agitarse al notar mi presencia. No me extrañó; es algo habitual que los jóvenes ataquen a quien es diferente y todos en el barrio, en la ciudad, en el país, saben que soy un caso único. Cuando pasé junto a ellos comenzaron las burlas, la habitual competencia entre críos por ver quién dice la burrada más grande, la necesidad de una personalidad aún no formada de sobresalir para ganar prestigio en el grupo de amigos, aún a costa de humillar al prójimo. El auténtico golpe llegó cuando entre aquellos gritos desaforados capté una voz familiar. Me giré despacio, resistiéndome a comprobar lo que ya intuía, y pude ver a Adrián, mi nieto, soltando carcajadas que se confundían entre el alboroto general.
Me quedé absorto, mirándolo fijamente. Recordé los paseos que daba de mi mano cuando apenas levantaba unos palmos del suelo. Entonces, mis palabras parecían calar en él como un libro sagrado en un fanático religioso: creía a pies juntillas cualquier cosa que le contase, por muy fantasiosa que fuese. Su admiración por mi persona rozaba la idolatría.
Y ahora estaba frente a mí, rodeado por sus amigos, señalándome con el dedo mientras una risa forzadamente exagerada parecía quebrar su garganta, transformando en furiosa carcajada la vergüenza ineludible de pertenecer a mi linaje.
Entonces comencé a planteármelo todo. ¿Vale la pena ser el bicho raro, resistirse a navegar en la dirección que toda la sociedad nos marca como un viento marino, seguir haciéndolo a contracorriente hasta la muerte? Tal vez no, pues la única recompensa habitará nuestro interior mientras desde fuera nos tildarán de locos y se burlarán de nosotros. Hasta nuestros seres más queridos.
En casa, sentado frente a la pantalla, pienso que el motivo por el que todos me señalan no puede ser más banal. Lo que hago era algo natural hace apenas cincuenta años y, sin embargo, ahora me resulta imposible pasar desapercibido entre mis vecinos. Hace un par de meses vino a visitarme un equipo de televisión para realizar un reportaje en el que rodearon mi caso de otras excentricidades. «Únicos en su especie», lo titularon. Allí desfilé junto a un tipo que llevaba más de un año alimentándose exclusivamente de insectos o una señora que no se había lavado el pelo en su vida. No debí prestarme a ello, pero un estúpido narcisismo me llevó a exponer mi tozudez más allá de lo necesario y ahora no hay nadie en el barrio que se cruce conmigo sin girarse para escudriñar mi rostro o mis brazos. Y lo hacen sin pudor alguno, con el beneplácito que mi aparición voluntaria en pantalla pareció dar a todos para violentar mi intimidad.
Lo de esta mañana me ha hecho plantearme la posibilidad de cambiar, abandonar la resistencia, dejarme engullir por la normalidad y convertirme en uno más, como mis hijos y sus amigos, como mis vecinos, como todos excepto yo en este país. La normalidad en que, asumiendo un hábito que no dejaré de considerar absurdo, ingresan hasta los recién nacidos por capricho excéntrico de sus padres.
Una lágrima, una fecha, un nombre, cualquier cosa bastaría para dejar de ser el bicho raro del país.
Me relajo en el sillón. Cierro los ojos y, pese a todo, me veo capaz de reunir fuerzas para resistir. Al fin y al cabo tengo ya una edad y pronto pasaré a mejor vida. De vuelta a mi irresistible narcisismo, no puedo evitar una sonrisa de satisfacción cuando imagino una reseña en el telediario el día en que me llegue la hora: ayer, firme en sus convicciones, falleció K., el último español que conservaba el cien por cien de su cuerpo libre de tatuajes.
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