Hechos y razones
RICARDO MUÑOZ CARRIÓN
Sábado, 7 de agosto 2021, 00:49
–¿Duermes? ¿Estás dormido...?
«¡Al fin…! ¡Ya era hora! Pronto amanecerá. Bien, las tijeras… ¡No están! ¡No puede ser! Si las dejé en el canasto… ¡Ah, no, ya! ¡Menos mal! Es verdad, al final las cambié y las puse bajo la estera. Bien, ¿por dónde empiezo…? Vale, por aquí, empezaré cortando por aquí…».
—No te despiertes, por favor. Quédate en mi regazo así, quieto, tranquilo, ¡chsss…! Duerme…
«Después de todo, en el fondo, ¿qué me puede importar lo que se diga de mí mañana, que te traicioné por unas monedas? ¿Y qué…? Que digan, que murmuren, que me señalen. Me da igual. La vida es demasiado corta. ¿Acaso habré de esperar sumisa, resignada y pobre a que llegue mi muerte? ¿No tengo yo derecho a ser rica también? ¿Por qué razón han de faltar en mi mesa la miel, la carne de cordero, el pan tierno o las especias? ¿No puedo yo perfumar mi cuerpo con bálsamos de Alejandría, adornar mis manos de anillos de oro, lucir pendientes o collares de brillantes si quiero? ¿Qué ley prohíbe que pueda haber en mis armarios túnicas de seda o sábanas de algodón de Egipto; es que tengo que conformarme con cubrir mi cuerpo solo de lienzos crudos y lanas de cabrito maloliente? ¿He de vivir siempre entre estas cuatro paredes revuelta con los animales y viendo pasar las ratas junto a mis pies; no puedo tener una casa decente y limpia, de varias habitaciones, que tenga baño? ¿Acaso no he nacido yo bajo las mismas estrellas que las de aquellos que sí los tienen; no es el agua que aplaca su sed igual que la yo bebo; el mismo sol el que nos calienta a todos; no acabarán nuestros cuerpos sepultados bajo la misma tierra? ¿Sabes…? Las he visto, sí, a esas ancianas repudiadas de sus maridos que mendigan y piden limosna a la puerta del templo, o ahí, a la entrada del mercado. ¿Las has visto tú? Esqueléticas, con el cuerpo comido de llagas... No, el final de mis días, te puedo asegurar que no será ese. De entre todas las mujeres que hay en esta ciudad, me elegiste a mí. ¿Soy culpable de ello, acaso? Yo no te conocía de nada, no sabía quién eras. No utilicé conjuros, ni bebedizos, ni el concurso de alcahuetas para robar tu corazón. Desde aquel día, el día que te vi por primera vez, ya supe por tu mirada que me habías elegido. ¿Lo recuerdas? Estaba junto a mi madre, intentando vender aquellos higos que habíamos recogido la tarde anterior. Necesitábamos el dinero para comprar comida y alimentar a mi hermano pequeño que estaba a punto de morir de hambre. Era ya tarde y apenas habíamos vendido nada. De repente, apareciste tú delante de nuestro puesto. Me miraste y supe reconocer el brillo de tus ojos. Sabía lo que significaba: era el brillo del deseo. Lo había visto antes en los ojos de otros hombres. Empecé a temblar. El corazón comenzó a latirme tan fuerte que era incapaz de escuchar de qué hablabas con mi madre. Regateabais sobre el precio de los higos o algo así y te giraste hacia mí. Aun recuerdo tu voz seca de hombre: «Y ella, ¿qué precio tiene? Porque estoy dispuesto a comprarla», dijiste. Mi madre en un principio se indignó. Temía que dejara de estar a su lado tan pronto. Me necesitaba para trabajar y llevar comida a casa. Pero desde aquel momento yo ya estaba vendida, yo ya era gratis y el que terminara viviendo contigo sólo era cuestión de tiempo. Después de verte estuve varias noches casi sin dormir, apenas pude comer y caí enferma. Mi madre se asustó tanto que creyó que moriría antes que mi hermano. Lo que no sabíamos entonces, ¿recuerdas?, es que tú nos andabas buscado, que estuviste preguntando a otros vendedores de la plaza hasta que averiguaste que aquella mujer era la viuda de Isaías y que vivía tras los muros de la ciudad con sus tres hijos, en un chozo de madera. Cuando te vimos de nuevo, no sabría decirte cuál de las dos se alegró más, si mi madre o yo. Sí…, así es. Desde el primer momento tú deseaste este cuerpo con el que los dioses me bendijeron. Este cuerpo que te entregué desde que me llevaste a vivir contigo siendo todavía una niña y del que has gozado cada vez que has querido. Este cuerpo que me contiene y que no deja de ser más que un préstamo a medio plazo, aún aguanta terso, firme, pero ¿qué ocurrirá cuando pierda su firmeza, me lo puedes decir, quién se fijará en mí? Soy sólo una mujer de origen humilde. ¿Entiendes…? El día que mi belleza marchite, mi valor no será mayor que el de una cabra. Pero tú sí tienes precio. Y no lo supe hasta hace unas semanas en que vinieron a verme y me propusieron que te entregara a cambio de dinero. Mil cien monedas me ha dado cada príncipe. En total, siete mil setecientas que ya tengo a buen recaudo. ¿Cuántas mujeres como yo hay que reunir, entonces, para llegar al valor de un solo hombre como tú? ¿Es eso justo? ¿Acaso, por esa suma, no hice bien en esforzarme hasta conseguir averiguar cuál era el secreto de tu fuerza? Ya me engañaste con el cuento de las siete cuerdas húmedas y la soga nueva sin ningún uso, también con lo de entretejer tu pelo con un lizo y sujetarlo a la clavija del telar… No fueron nada más que mentiras. Ahora por fin conozco la verdad y podré cumplir con mi compromiso. Bien, ya ha cantado el gallo, todo ha terminado…».
—¡Filisteos, venid, pasad! Está preparado. Ahí lo tenéis, es vuestro…
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