Edición

Borrar
Relato de verano

El rastro de los lirios

maría jesús López Peregrín

Domingo, 18 de julio 2021, 00:22

Veo mis manos y observo cómo han envejecido. Es la maldición de la tierra seca. Creo que a él le ocurrió entonces lo que ahora me pasa a mí. En el mes de junio de 1940, mi padre todavía era joven. Con el brío de sus brazos cargaba al aire una cosecha entera de tápena. Se dice pronto. Yo tenía once años, pero a esa edad era capaz de oler el sudor agrio que resbalaba por su espalda como un reguero de hormigas. Nunca levantó la testa del suelo, ni se enfrentó a quien le daba las cuatro perras gordas para que pudiéramos comer los cinco que éramos en casa. Con mi madre hablaba lo justo. En el hilo de sus conversaciones amarraba frases que yo apenas entendía. Cuando estaba de mal humor la miraba fijamente. Le decía que quería los cardos en paz, pero ella respondía que vivíamos en un atolladero porque el amo nos trataba como a bestias de albarda.

Su vocabulario estaba repleto de adjetivos. Los empleaba cuando le parecía que los hechos tenían menos valor que las palabras. Recuerdo que fumaba tabaco barato de liar para templar los nervios. Se dejaba siempre una pava para el día siguiente. Parece que la estoy viendo. Era una colilla fea y arrugada, hecha con hojas secas de patata. Después de la guerra solo los hombres podían fumar tabaco. Según la cartilla de racionamiento, era un artículo de primera necesidad. Cuando trapicheaba con cigarros perreros a cambio de vales de comida, le cambiaba el carácter. Mis hermanos, siempre a la gresca, temían que echara mano a la correa y se escapaban hasta la era junto a los zagales del pueblo para fabricar escopetas con cañas.

Así era mi padre en aquel tiempo. Un hombre malogrado que guardaba en silencio todos sus miedos. Cuando cumplí los quince años me llevó con él a los campos del amo. Aquel hombre le dijo que necesitaba juventud para sus tierras, porque mi padre ya renqueaba de la espalda. Pero yo no quería vivir así, hincando las rodillas para levantar, de sol a sol, las alcaparras del suelo por una miseria. Se lo dije con mi inocencia de niño, pero me dio un pescozón en el cogote. Mi madre lo miró con tristeza, me acarició la cara y puso en un hatillo algo de comida.

Salimos temprano. Desde la solana observé a las gallinas retozando alegres en el estiércol. Les dejé un cubo grande con agua fresca. En aquel momento me hubiera cambiado por ellas. Caminamos despacio, alejados como extraños el uno del otro. Ninguno de los dos dijo media palabra hasta que aparecieron en el cielo las primeras bandadas de estorninos. Luego se puso a hablar como si estuviera solo: de los terrenos labrantíos que se dejan de sembrar para que la tierra descanse, de su deslumbramiento ante los ríos junto a la hierba verde, de la ceremonia de los lirios silvestres antes de morir… Entonces, sin saber cómo, comprendí que solo éramos un padre y un hijo asustados entre el polvo de la posguerra. Y que él trataba de darme una vida más fértil que la suya.

Azotó el viento. Los arbustos de la finca de alcaparros por la que asomaba mi futuro no se movieron. Me moría de sed, pero mi padre dijo que en adelante debía ser como ellos, resistente al calor, a las plagas y a las malas cosechas. Entramos en un barracón de madera tan grande como un barco. Retrepados sobre un jergón de paja, una cuadrilla de molineros y labradores saboreaban los restos de un conejo con los aperos de labranza a la cintura. Eran amigos de mi padre, así que le dieron a liar un pito de 'caldo de gallina' para que se lo fumara con ellos. Pero el amo apareció por sorpresa y se achantaron todos.

Yo no me achanté. Me miró de arriba abajo con el desprecio de esos hombres que creen tener en sus manos la vida de los otros. Pero el hambre no hace estragos cuando un niño conoce las cuatro reglas. Así se lo dije, antes de que mi padre me cambiara por él y me dejara solo. Trabajé sobre los campos de tápena durante tres años. Se acabaron para mí los días de fiesta, la ropa limpia, los juegos y las risas. A partir de entonces, también el sabor de las tortillas de almorta. Cuando en las tardes de invierno el peso de mis huesos se inclinaba sobre el bancal, me parecía ver a mi madre cosiendo en la ventana. No quería llorar. Ahora mi jornal llenaba la alacena con sopa de pobres. Y eso me convertía en un hombre de provecho.

A pesar de tener heridas las manos, me gustaba la tierra. Calentaba mis dedos al deshacer los tormos. Me sentía salvaje. Cuando pude doblegar la rabia hacia aquel terrateniente aprendí a escucharla. Descubrí que en sus entrañas habitaban sonidos animales, una suerte de música que comenzó a calmar mi sufrimiento.

Antes de cumplir los dieciocho murió el amo y un año después murió mi padre. Aún me pregunto por qué el destino le regaló aquel tiempo que empleó en ahuecar la hierba y cultivar sus propias tomateras. Ahora que ya no está, recuerdo aquel amanecer que caminamos juntos y observo con sorpresa cómo han envejecido mis manos. Son las manos de mi padre. Cuando escarbo con ellas la tierra agradecida, revolotean a mi lado mariposas de alas amarillas. Puede que, sin saberlo, lograra sembrar en mí un amor invisible a la Naturaleza, y con él la belleza en las cosas. Y en ese deslumbramiento sigo, mientras me dejo llevar como el colibrí que va de flor en flor. Doy por bueno todo lo que sucedió en aquel tiempo de escasez, hambre y melancolía. Y es ahora cuando me descubro en el rastro de sus lirios.

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

ideal El rastro de los lirios

El rastro de los lirios