Una pequeña mancha de color púrpura
Guillermo J. Caamaño Olivares
Jueves, 19 de agosto 2021, 00:08
El primer día después, el hombre azul se encaramó al muro apoyándose en los polvorientos pies que le habían traído a regañadientes desde su remota tierra natal. Se agarró con desesperación a cada pequeño saliente, resoplando una y otra vez, mientras desgastaba sus uñas y perdía –con cada intento– azulados jirones de piel. A pesar de ello, sus esfuerzos no bastaron y, cuando el sol estaba alto en el firmamento, tuvo que desistir y guarecerse en la sombra para evitar que el calor derritiese su cuerpo hasta transformarle en un oblongo charco de gelatina.
El segundo día después, el hombre azul acarreó junto al muro todas las rocas que pudo transportar y, partiendo del punto más alto, comenzó a trepar con renovado afán. Pero al mediodía, notando arder las yemas de los dedos y sintiendo que le fallaban las fuerzas, al tiempo que el implacable calor reblandecía sus piernas, se dejó caer rodando hasta el suelo y reptó resignado para ocultarse de los fatídicos rayos que le abrasaban.
El tercer día después lo dedicó por entero a amontonar, sobre las rocas, todas las ramas y hojas secas que pudo encontrar, hasta conseguir elevarse más de lo que había sido capaz hasta ese momento. Estaba seguro de que aquel muro no resistiría mucho más tiempo.
El cuarto día después de que ella se fuese, lo pasó reflexionando sobre los motivos que la incitaron a marchar. Concluyó que el ansia de libertad había accionado un mecanismo en el interior de la mujer roja y que tal sentimiento se había desarrollado hasta convertirse en un deseo mucho más urgente e irrefrenable que el dudoso consuelo de permanecer allí junto a él. Un impulso que empujó a la mujer a escalar el muro sin ataduras, sin mirar atrás, sin pararse a pensar si él iba o no a seguirla, exhibiendo una determinación, una agilidad y una fortaleza que el hombre azul no empezó a envidiar hasta que –ya estando solo– tuvo la angustiosa necesidad de volver a sentir su cuerpo pegado al de ella, rodear el torso carmesí con la amarga tristeza de sus brazos, rozar levemente los tiernos labios sonrosados, cerrar los ojos para saborear intensamente el momento de unirse.
El quinto día, mucho antes de la salida del sol, escogió una vara de madera ensortijada de espinas que pudiera servirle de apoyo durante la escalada y también como defensa frente a los peligros que imaginaba le asaltarían en la siguiente etapa de su viaje. Ascendió pisando lenta pero firmemente sobre cada roca y cada rama acumulada en los días previos, sabiendo que esta vez iba a ser la última. Al llegar arriba, un salto final le llevó a alcanzar sin dilación su objetivo.
Sin embargo, cuando el amanecer comenzó a iluminar el paisaje al otro lado del muro, no le reconfortó la supuesta libertad recién conquistada. Ni siquiera sintió alivio. Lo que rápidamente le aplastó fue la certeza de estar sufriendo una nueva derrota, de tener que enfrentarse a un nuevo reto, esta vez inalcanzable. Miró a su alrededor y encontró una llanura que parecía no tener final, tan árida que no destacaba en ella ningún elemento que pudiera servirle de norte al que dirigir sus pasos o le ofreciese cobijo frente a los rayos del sol. Caminó pesadamente durante toda la mañana, en la dirección que más le alejaba del muro, hasta que el sofocante calor se volvió insoportable. Cuando el disco solar alcanzó su zenit y ya notaba sus miembros deformarse, súbitamente pudo ver una tenue sombra empapando el suelo arenoso frente a sus pies.
Cayó de rodillas, abrazando con furia el espinado báculo que le había acompañado hasta allí, al tiempo que lanzaba hacia el cielo un grito salvaje de dolor e impotencia. Pero aquel dolor no lo causaron las afiladas púas clavándose inmisericordes en su carne, sino la comprensión de lo que significaba el desdibujado charco de gelatina rosada que se extendía ante él, perdido en la nada del ingente desierto. Y en el centro del charco, la visión sutil –casi imperceptible– de una pequeña mancha de color púrpura.
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