La pelirroja sin nombre
miguel villar colmenero
Domingo, 22 de agosto 2021, 23:33
Rondo los sesenta años. Me quedan meses para dejar atrás otra década. Esto vuela. Y aún no sé cuál es su nombre. La conocí… Bueno, en realidad no la conozco. Sé de ella desde muy niño. Mi madre me llevaba de la mano por el callejón en el que había una pequeña tienda en la que vendían medias, pijamas, calcetines…, si no recuerdo mal. Esta tienda era de la madre de la que nunca supe su nombre. Jamás me gustaron las pelirrojas, y ella lo era. Sería de mi edad, y recuerdo que mi madre y la suya tenían una relación que iba más allá de vendedora y compradora. Se conocerían del barrio de toda la vida, y no sólo se limitaba a la venta de artículos, sino que esta operación iba acompañada de conversaciones intranscendentes. Y allí, testigos mudos, estábamos ella y yo. Más o menos, con la misma edad. No puedo recordar cuánto hace de la primera vez que la vi, porque sería como intentar recordar cuándo fue la primera vez que dije 'papá' o 'mamá'.
Siempre que pasaba por aquella tienda, ella estaba con su madre y con la que imaginaba era su hermana, con la que compartía el color de su pelo y ciertos rasgos. Nos quedábamos mirándonos el uno al otro. Con siete, ocho, nueve, diez años…, nuestras miradas inocentes eran demasiado descaradas justo en los segundos que transcurrían en recorrer mi madre y yo los diez o doce metros que habría en ese tramo del callejón. Pasados esos segundos, volvíamos a ser niños. Pareciera que en esos segundos en los que nuestros ojos se clavaban mutuamente, éramos adultos que querían decir algo, pero sin saber qué decir.
Los años pasaron. Llegó la adolescencia y la juventud. Seguí viéndola. Nuestras miradas ya eran muy distintas. Un segundo nos las cruzábamos y no más. Los dos sentíamos la vergüenza que no existía años atrás y cambiábamos la mirada hacia otro lugar, aunque creo que solo los ojos, porque pensábamos en algo que nunca supe qué fue, pero que nos unió de muy niños.
Hoy, con cincuenta y nueve años, soy un hombre, casado y padre de tres hijos, que divisa en el horizonte la jubilación. La sigo viendo, no con la frecuencia que la veía de niños, porque vivo en una zona bastante distinta de la que ella frecuenta, pero de vez en cuando paso por ese callejón del que han desaparecido tantas tiendas y tantas personas que nos acompañaron en nuestra infancia, y en el que las figuras de ella y de su hermana regentando la tienda siguen presentes.
Nada sé de la pelirroja. Tal vez se casara, tendría hijos, sería feliz. A veces, me gustaría, con el pretexto de comprar algo en su tienda, entablar una conversación que llevara luego a preguntarle si se acordaba de mí, pero… ¿para qué? No estuve enamorado de ella. Ni siquiera creo que me atrajera como algo más que una niña. Nunca hablé con nadie sobre ella porque, en realidad, ella es como si no existiera, como si fuera un invento mío.
Hace unos días la vi. Ella también me vio. Recordé el juego al que jugábamos de mantener los ojos clavados el uno en el otro, la mano de mi madre guiándome y dándome la seguridad que de niño el simple contacto nos da, el callejón bullicioso que formó parte de mi infancia. Me miró y me dio la impresión de que no me reconoció, porque apartó su mirada de mí de forma mecánica, inconsciente, sin un mínimo gesto de nostalgia. No sé cuál es su nombre ni creo que lo sepa jamás. Da igual, he sido feliz durante mi vida al lado de otra mujer, con mis hijos, con mis amigos. Pero no me importaría retroceder muchos años, y verme de nuevo de la mano de mi madre, por el callejón, sosteniendo la mirada a la pelirroja mientras sentía algo que el tiempo ha borrado para siempre en mí. Tal vez sí que estuve enamorado, pero nunca lo supe.
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