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Relatos de verano

Desde la orilla

josé puerta conejero

Jueves, 22 de julio 2021, 00:12

El comisario Lejeune está echado hacia atrás sobre el respaldo raído de su silla basculante. Tiene las piernas cruzadas y hojea absorto un informe de varios folios. De vez en cuando detiene su mano lechosa sobre un párrafo, la revolotea unos segundos en el aire y la deja caer secamente sobre el folio. Detrás de él, sobre su cabeza de pájaro, destaca en la pared desnuda un cuadro del Presidente de la República. Sobre la mesa están apilados en carpetas grises decenas de expedientes ordenados alfabéticamente. El mobiliario lo completan una cajonera metálica donde están archivados el resto de expedientes, una máquina de escribir, un teléfono de rosca y un calendario con algunas fechas señaladas con rotulador rojo; son los días en los que se fletan vuelos para los deportados. Todo es funcional en el despacho. El propio Lejeune parece un mueble más, fagocitado por la maquinaria burocrática de la que es un engranaje más, tan insignificante como efectivo y necesario. No hay por tanto ningún objeto personal, ningún rastro de sentimentalismo, ni siquiera la típica fotografía familiar. «¿Estará casado?», se pregunta Moussa. La única nota de color la pone un cenicero rojo en el que Lejeune ha apagado ya media docena de 'Gauloises Blondes'.

—¿Apellido?

—Diop, señor.

Lejeune recorre el folio con su dedo índice blanquecino.

—¿Mamadou?

—Moussa, señor.

—Ammm..., Moussa, claro, Moussa. A ver si por aquí... —busca en otra pila de papeles—. Eso es. Aquí está su expediente.

Lejeune levanta la cabeza y por primera vez las dos miradas se encuentran. La del comisario está acompañada de una media sonrisa, la que siempre pone en estos casos, una sonrisa defensiva y llena de corrección que se desvanece muy pronto por asfixia y por el desinterés irremediable hacia las vidas de los retenidos. La mirada de Moussa, en cambio, se sostiene solitaria. Más que sostenerse, flota, y sólo parece enturbiarla esa nebulosa que se ha instalado a un palmo de su nariz y que le acompaña desde que llegó a la Tierra Prometida. Lejeune se incorpora, apoya los codos sobre la mesa y se frota las manos; a los oídos de Moussa llega una voz aflautada, carente de solemnidad.

—Imagino que está de acuerdo en que es lo mejor que podíamos hacer por usted. ¿Verdad, Moussa? —Su nariz chata se afila y sus ojos minúsculos persiguen a los de Moussa, nerviosos, temerosos de su reacción.

—Imagino que sí.

—Claro que sí.

Por la ventana entreabierta se cuela el bramido ensordecedor de un avión que despega; un estruendo al que Lejeune está acostumbrado y que a Moussa, en cambio, le parece insoportable.

—No ha sido fácil convencer al juez y de esta forma nos hemos ahorrado un mal trago para usted y su familia. ¿Los ha llamado ya?

—Sí. Los llamé ayer.

—Bien. De todas formas, para su tranquilidad le informo que la vida de N'Diaye ya no corre peligro. Esta mañana le han bajado a planta. Con respecto a su viaje, su vuelo sale mañana a las siete de la mañana. ¿Le recogerá alguien en Dakar?

—Aún no lo sé, señor —Moussa agacha la cabeza como si la nebulosa lo arrastrara hacia abajo. Por una parte, siente alivio por la mejoría de N'Diaye, pero, por otra, le molesta ese falso afecto del comisario: «Que más le da saber si me recogen o no», piensa. Desde que había llegado a Francia, eran muchos los que habían sido amables con él, los que se habían interesado por su situación y los que se habían resignado con ella también. Tenía la sensación de bajar por un río de aguas mansas, él que no sabe nadar, y desde la orilla lo saluda un montón de gente bien intencionada, pero curiosamente nadie le lanza un chaleco salvavidas.

—Bueno, en cualquier caso procure descansar esta noche, que mañana la lanzadera sale a las cinco. Formarán en el patio a las menos cuarto.

—Sí, señor —la muchedumbre ve cómo se lo lleva la corriente despacio pero sin remedio, entonces algunos se incomodan, empiezan a gritarle y le indican con el brazo extendido donde hay unas ramas a las que agarrarse. Lo miran con los ojos muy abiertos y después se miran unos a otros atónitos ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede ser que vaya a ahogarse?

Lejeune se levanta silenciosamente y abre una de las cajoneras. Hunde en ella sus escuálidos brazos y saca una carpeta azul.

—Aquí dentro van su pasaporte y la documentación de viaje —y mientras le tiende la carpeta, se queda mirando a Moussa fijamente. Hasta ese momento, no se había percatado de su cara de niño; normalmente los retenidos, por muy jóvenes que fueran, tenían un halo en la mirada que borraba los años de su rostro. La mayoría no tenían edad, pero este no era el caso de Moussa. Lejeune se queda callado, pensativo y hace una mueca como si fuese a revelarle algo importante al chico, algo parecido a una confidencia. Pero no, no sale ningún sonido por su boca; al contrario, sus finos labios vuelven a sellarse y su rostro recobra su determinación habitual.

Moussa se incorpora lentamente en medio de una nube de humo estática que nace en el cenicero rojo, aprieta la mano huesuda y sin embargo trémula del comisario y, en el momento de despedirse, le sorprende otro bramido de avión. No oye a Lejeune, tan cerca e inasible, sólo puede leer sus labios detrás del humo inmóvil. Otra vez está en el río, de nuevo escucha voces de ánimo que llegan con nitidez desde la orilla; las aguas siguen siendo mansas pero la corriente no se detiene. Lejeune lo ve salir por la puerta arrastrando los pies y reconoce un balanceo en su forma de andar; es como una inercia, una fatalidad pegada a su piel negra.

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