La nostalgia de Ulises
Antonio José Tapia Gómez
Viernes, 27 de agosto 2021, 00:55
Os aseguro que sus ojos brillaban en la oscuridad de las noches sin luna, y que pudimos verlas cuando la nave se acercaba lo suficiente hasta las rocas. Eran distintas unas de otras y cantaban de formas diferentes, pero todas tenían la cabeza, el torso y los brazos de mujer, mientras que el vientre y las piernas eran como la cola de un pez. Cuando soplaba el Bóreas y el frío nos atenazaba, susurraban canciones tristes que hacían brotar las lágrimas de los ojos y mitigaban nuestro dolor. Tenían la piel blanca como la espuma y los cabellos como el oro. Cuando la deriva nos llevaba hasta aires más cálidos que olían a especias, mostraban su carne del color del bronce o de la plata vieja y entonaban ritmos que agitaban nuestras almas hasta hacernos perder la voluntad. Solo el vino, al embriagarnos, y el ansia de volver nos aliviaban de aquel tormento.
Los más incautos se arrojaron por la borda sin poder resistirse al poderoso hechizo de sus cantos, hundiéndose sin remisión hacia las profundidades del reino de Poseidón, entre las anémonas y los crustáceos, hasta perderse para siempre. Los que conseguimos mantener la cordura sufrimos lo indecible, atónitos y sin rumbo, para no estrellarnos contra las rocas. La mayoría se tuvieron que amarrar a los remos para no caer sin remedio hacia aquel abismo que parecía susurrar nuestro nombre.
En otra ocasión la tempestad me llevó hasta Nausica. Me encontró tendido en una playa, exhausto y moribundo, donde las olas me habían arrojado. Los dioses la habían dotado de la belleza y la compasión. Sin ella no habría podido sobrevivir, y una vez más tuve que renunciar a la tibia tentación de su dulzura y a las riquezas con las que me habría colmado su padre, el rey de los feacios.
Más tarde llegué hasta Circe. Era una bruja, sí, y me retuvo con malas artes, pero a fin de cuentas me dio mucho más de lo que yo le di. Al escapar de su morada renuncié a la magia y a todos los poderes que en ella se encuentran ocultos.
Y Calypso... ¡Oh, Calypso! Fue una renuncia que estuvo a punto de no ocurrir. ¿Cómo renunciar a la belleza de una diosa y a la inmortalidad que me era ofrecida? ¿Cómo renunciar a ser un dios y a relacionarme con los inmortales? Quizás fue mi propia vanidad la que me empujó a creer que había tenido la astucia suficiente para no caer en el engaño que ofrecen los espejismos, como con Circe, Nausica y las sirenas. Tal vez fue la nostalgia de regresar a mi mundo: el que yo había construido con Penélope y Telémaco. Un mundo que ahora me da la espalda o me muestra su indiferencia. No tuve en cuenta que el tiempo y los vientos nos convierten en otra cosa. Qué mayor espejismo que pretender retornar al pasado donde lo dejé cuando zarpé hacia Troya, y reclamar el amor y el afecto cuando ya me había convertido en un desconocido. Creí que era mi deber regresar, aunque fuera para compartir y afrontar mi decadencia con ellos. También hay algo de heroico en eso.
Aún no sé si dar gracias a Poseidón y a Palas Atenea, la diosa de los ojos de lechuza, por haberme salvado y permitir mi vuelta a Ítaca para poder contaros estas historias, pues observo la sombra de la incredulidad velando el brillo de vuestros ojos, a pesar de estar sentados a mi mesa y del sagrado néctar con el que ofrecemos estas libaciones. Cuando os hablo de Troya, de batallas encarnizadas, de atardeceres en los que el mar se convierte en vino, de cíclopes, lotófagos y lestrigones, de serpientes y monstruos marinos, de gigantes y seres fabulosos, en lugar de admiración y sorpresa solo aprecio el hastío en vuestro ánimo, tal vez por empeñarme en contaros historias que no habéis vivido. También para vosotros soy un desconocido, y es inútil hablar de los viejos tiempos con alguien que no los haya compartido. Es posible que no resultara ileso de todo lo que viví, y que Poseidón se quedara con mi espíritu y repartiera sus despojos para contentar a las medusas y las arpías.
No puedo evitar que todo me parezca tan extraño como a vosotros. Hasta Ítaca me parece distinta, como si sus piedras no fueran las mismas y sus olivos no dieran las mismas aceitunas, como si su mar fuera menos profundo y sus playas menos acogedoras, como si su gente hubiese quedado anclada en el discurso de otros oráculos y ya no compartiéramos los arcanos que conformaban nuestra razón de ser. Tal vez porque el tiempo y los vientos también la hayan cambiado; tal vez porque la estoy mirando con unos ojos diferentes. Hasta el fiel Eumeo me observa con desconfianza y recela de mis verdaderas intenciones.
Creedme si os digo que sigo soñando con lo que os he contado, al igual que antes lo hacía con lo que dejé. Bebamos un poco más de néctar, tampoco tengo mucho más que ofreceros: no saqué provecho de la guerra. Sé que debo empezar de cero. Es el precio que hay que pagar por caer en las trampas de la nostalgia; el tributo que tiene que satisfacer todo aquel que regresa.
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