No se para el mundo
No debemos perder de vista que a veces la bandera de la igualdad ondea en el mástil de las desigualdades aceptadas por la política, la empresa, los centros de saber, el espectáculo y tantas organizaciones, hiriendo la dignidad de la ciudadanía
JOSÉ GARCÍA ROMÁN
Sábado, 24 de marzo 2018, 01:20
«Si nosotras nos paramos, se para el mundo». Es ingenioso y sugerente este lema que surge en la Islandia de 1976. No, el mundo ... no se pararía; sí quedaría «un poco más quieto», casi huérfano, envuelto en un silencio cósmico. Se sentiría muy dolorido, como si sufriese un ataque de ciática moral. Sucedería lo mismo si se parasen los hombres. No obstante, las máquinas que ya forman parte de nuestras vidas tienen puesto el ojo en el relevo, al tiempo que un techo de cristal, aferrado a una peculiar transparencia, simula que no hay límites ni agravios. Una transparencia opaca que oculta desigualdades y amordaza reivindicaciones de derechos, en lugar de alzar la voz para proclamar «a igual trabajo, igual salario» en una imprescindible armonización familiar. Una transparencia que ignora valías personales y se echa en brazos de apariencias y encantos, aceptando la contradicción en algunos medios de comunicación que venden la mujer como objeto y defienden lo contrario.
No debemos perder de vista que a veces la bandera de la igualdad ondea en el mástil de las desigualdades aceptadas por la política, la empresa, los centros de saber, el espectáculo y tantas organizaciones, hiriendo la dignidad de la ciudadanía. La igualdad, concepto ambiguo, que trasciende el feminismo y que rechaza la discriminación positiva (no me refiero a gestos de cortesía que aún perduran, vinculados a una cultura de respetuosa elegancia), es aspiración que requiere excelentes pulmones para escalar la ambicionada cumbre. Tanto hombres como mujeres deben tener el nivel que reclaman los cargos que ocupan. El genuino progreso exige liderazgos incontestables.
Llama poderosamente la atención cierta indiferencia frente a las diferencias sociales. La mujer, con hijos o sin ellos, es símbolo de nuestras madres, y la madre siempre ha estado un escalón más alto que el padre. Es verdad que hay igualdades que serán más difíciles de conseguir, sin embargo los gestos acaban creando sentimientos, y frecuentemente, con raíces profundas. Gran parte del problema de la mujer está relacionado con la libertad, laboriosa de alcanzar en una sociedad experta en fomentar libertades sumisas. Son demasiados los intereses y las presiones avivadas por la traición y el despotismo. Si el presente puede generar inquietud, el futuro provoca miedo ante un horizonte de inseguridad personal y familiar. La opción radical por la libertad tiene sus riesgos y en casos extremos conduce a la pérdida de la vida. Pero es el motor del mundo y el eje sobre el que gira incesantemente, una vez que se adueña del tiempo, liberándose de su dependencia.
Si el mundo no se paró cuando las cenizas de niños, hombres, mujeres o ancianos volaban por los cielos grises de los campos de exterminio, entre risas malvadas, o cuando se asfaltaron con las partículas de los hornos crematorios las carreteras nevadas para que pudiesen transitar los vehículos de aquellos torturadores y asesinos; si no se detuvo con la bomba atómica, con los crímenes de los telones de acero o de bambú, si no se ha inmovilizado con el Boko Haram, el mercado de órganos infantiles, la hambruna, ISIS o Dáesh..., ¿lo hará alguna vez?
¿Se parará cuando el campo magnético u otras fuerzas se cansen del silencio o de las declaraciones rimbombantes de instituciones mundiales que no actúan en países que están armados hasta los dientes, o cuando el Planeta se quede sin pulso, asfixiado por la depredación más feroz, al arrasar el campo de los derechos humanos? Tal vez podría pararse si el corazón de todas las madres dejase de latir.
En estos días de Pasión pienso en imágenes vivas que van por la calle llevando la cruz de sus hijos que no aparecen, o que han sido asesinados, o que alimañas inhumanas han impedido que se recuperen los huesos humillados, merecedores de digna sepultura.
Uno de los últimos episodios españoles de la colección de iniquidades nos invita a que nos fijemos en Patricia que nos ha sobrecogido por su entereza y buen corazón ante la terrible crueldad cometida con su Gabriel. Este ángel impedirá que se pare el mundo. «Aunque no haya habido final feliz, el Pescaíto se nos va nadando hacia el cielo», ha dicho su madre.
Hay heroicidades que no hacen ruido, ni tienen tribunas de honores; hay gente que nos ofrece esperanza a través de la luminosa oscuridad de su inmenso dolor. A pesar de los seísmos y la contaminación que las arrogantes pruebas nucleares subterráneas y atmosféricas están ocasionando en el Planeta, el mundo no se parará porque lo impedirán los ecos de los latidos del corazón del Pescaíto y los de tantos asesinados por una satánica perversidad.
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