Oda al metro
Es mi metro, es capaz de caminar sobre las aguas como ha demostrado esta semana abriendo un horizonte prometedor de viajes transoceánicos, y lo defenderé con mi vida si es necesario. Bueno, ahí igual me he colado un poco
Un año y ya se nos han olvidado las fatiguitas que costó. Todavía cierro los ojos y veo el Camino de Ronda convertido en Sarajevo ... en 1993. Sólo le faltaban los francotiradores. La etiquetada en su día como la calle más fea de Europa haciendo honor por fin a esa injusta denominación. La tuneladora faenando bajo tierra y sobre la superficie, unos taladros verticales con brocas del doscientos ochenta. Y vallas. Kilómetros de vallas que cada día crecían y se hacían más (es)tupidas, más impenetrables, más imposibles para el peatón que quisiera cruzar de un lado a otro de la calle. Los rodeos para cambiar de acera resultaban tan largos e inciertos que mucha gente se rindió y acabó desistiendo de hacerlo. Hubo familias que dejaron de hablarse y sorprendentemente en esto no tuvo nada que ver Puigdemont. Cada acera empezó a desarrollar vida independiente. Celebraba sus fiestas en fechas distintas y se desató un incipiente nacionalismo de números pares e impares felizmente sofocado. Las amas de casa se abrazaban a las vecinas cuando el azar las juntaba entre los cascotes y conozco a un hombre que salió a por tabaco y cuando por fin creyó haber llegado a su manzana, se dio cuenta horrorizado de que todas los rótulos y letreros estaban en alemán. Cuántas vidas y cuántos negocios echados por la borda como si de una pirámide egipcia se tratara.
Y un buen día se fueron los obreros y las vallas desaparecieron. Descubrimos aceras más anchas, césped artificial y futuristas bocas de metro cerradas a cal y canto. Porque entonces llegó el turno de las pruebas. Otra larga espera. De las nuestras. Y el parte diario del equipo técnico habitual informando de los kilómetros recorridos y de la magnífica salud del convaleciente que, sin embargo, no se decidía a abandonar la cama, a gustico como estaba atravesando rotondas y recibiendo besos y caricias de los conductores granadinos. Hasta que por fin, hace justo un año y un día, echó a andar, empezó a deslizarse entre Armilla y Albolote para gozo y solaz del personal. Granada ya tenía metro. Entraba en el futuro. Conquistaba otra cima y tachaba otra cuenta pendiente de la lista.
Dicen que para conocer a alguien de verdad hay que ir a su casa. Con las ciudades me pasa que, si tienen metro, necesito darme un viajecito para dar por completa la visita. Porque no todos son iguales. El de Granada es de juguete y tiene más de tranvía que de metro. El recorrido es corto, su tramo soterrado es testimonial, su velocidad, más propia de un tren turístico, el horario es demasiado reducido y la frecuencia de paso, claramente insuficiente. Pero es mi metro, es capaz de caminar sobre las aguas como ha demostrado esta semana abriendo un horizonte prometedor de viajes transoceánicos, y lo defenderé con mi vida si es necesario. Bueno, ahí igual me he colado un poco.
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