Matrioska, o allende lo real
Ramón Segura Moriana
Miércoles, 25 de agosto 2021, 23:51
Siempre las mismas caras. Gentes difuminadas vestidas de quietud deambulan hieráticas. He perdido la noción del tiempo que llevo mirando a los caballos blancos de altas grupas; y de cómo siguen tirando del sempiterno carro lleno de personajes ataviados con los mismos tipos de indumentarias: sombreros de copa, chalecos de raso y camisas con chorreras, se contraponen a las gorras raídas, los parches en los pantalones y el paso descalzo de unos críos que corren sin llegar a ninguna parte.
El toldo verde que preside la entrada al mercado de abastos nunca lo vi subido. Tiene grabadas las letras que dan nombre al zoco impresas en un color blanco triste. Pero éstas casi no se distinguen. Están gastadas e ilegibles.
Tengo la sensación de ver siempre a la misma señora encorsetada. Lleva puesto un delantal blanco alegre, que contrasta con su uniforme negro funeral y una cofia que la hace reina pobre. Su rostro, sin expresión, se encuentra anclado en algún lugar de un tiempo no definido. Está asomada al balcón que hay sobre la entrada de la lonja. Y apoyada en la balaustrada, deja caer un puñado de calderilla para que el zagal a quien se la lanza le haga los recados. No entiendo por qué aún ese niño no lleva zapatos. A lo mejor las propinas no le llegan para comprarse unos. O es tan temeroso de Dios que es incapaz de sisar unas monedas para ello.
La lluvia fina nunca deja de caer sobre el empedrado húmedo de la calle. Es posible que por ello algunas mujeres lleven el paraguas… ¿cerrado? Quizás sea más importante guardar la compostura antes que hacerse notar con un parasol abierto. Eso, únicamente lo hacen los que llevan los pantalones remendados; ésos que viajan en el tejado del carro tirado por los caballos blancos de altas grupas.
Pienso que los paraguas cerrados en manos de damas de alta cuna y los bastones de empuñaduras doradas en las de caballeros de idéntica alcurnia, tienen la misma función: ninguna. Para protegerse de la eterna y mansa lluvia, ellos llevan sombreros de copa, y ellas, mantillas con refinados encajes y los filos primorosamente bordados.
No los oigo. ¿Debería? Y ellos, ¿advertirán mi presencia? Ignoro quién hay detrás de mí, pero estoy seguro de que no soy el único que espía los juegos de los niños.
Veo perfectamente lo que tengo delante: el mercado; el carruaje de caballos; la señora que vende flores; los árboles de hojas amarillentas; las fachadas descascarilladas y las ventanas con cristales empañados… Veo hasta la sombra alargada de un niño rico con un helado en la mano. Lo tiene pegado a la misma como un caramelo podrido. El niño rico no lleva remiendos, pero su sombra está muerta. Es un reflejo amorfo en un suelo húmedo y pestilente. Y el alma de la sombra huele a flores podridas.
El inmortal hontanar de agua estancada que existe en mitad de la plaza tiene el mármol blanco enmohecido; como el de un sepulcro olvidado. Y las olas de la superficie derraman lágrimas que, con pesadumbre, rebasan el borde de la fuente.
Y quedan flotando en el éter.
Y jamás tocan el suelo.
Y no mojan nada.
Pasa lo mismo con la pareja de enamorados que tiran monedas al agua pidiendo deseos. Jamás los alcanzarán. Sus anhelos se pudrirán en el aire y sus céntimos se oxidarán. El sentimiento es agridulce. Porque no tiene principio ni fin. Todo está condenado a lo estático.
Un mundo de tonos grises y azulados. Triste; indefinido; intangible. Capaz de arrancar eso que llaman melancolía…, creo. ¿Qué sentirán ellos, los que tengo a mi espalda? ¿Qué siento yo? Si pudiera volverme…, encontraría una nueva realidad. Estoy convencido.
Al otro lado percibo la sabiduría. Todo el criterio parido de mi conocimiento acude a mi Ser gracias a algo más que lo que observo. Las sombras, sutilmente veladas, que veo pasar por delante de todo el escenario que preside mi existencia, y las voces que suelen describir todo aquello que yo mismo veo, me hacen sentir…, ¿sentir o pensar?, que esto no es todo. Hay otros universos, pero todos están en éste.
¿En qué momento surgió la realidad? ¿Dónde está el principio? ¿Y el fin? No tengo recuerdos. Por momentos, habita la nada y mi mundo se oscurece. En otros instantes renace la vida, y todo es luz.
Cada cierto tiempo escucho cómo las sombras del saber vuelven a cuchichear a mis espaldas y, de la misma manera, se desvanecen volviendo a dejar en mí la huella de su impronta palabrería.
Algo inesperado está ocurriendo. El edificio del mercado y el carruaje de caballos se han convertido en sendas manchas oscuras. Ya no se ven. Es como si unas manos, carentes de educación, hubiesen tapado esa parte del mundo zarandeándolo sin pedir permiso. Todo empieza a bambolearse, aunque todo permanece en su sitio. Noto un sutil oleaje y ligeras sacudidas. Ahora me siento como las ondas surgidas del agua de la fuente: soy vivo y soy inerte.
Ha cesado el temblor y todo vuelve a su sitio, pero… advierto que algo ha cambiado. Una fuerte luz está realzando la realidad. Algo cae de algún lugar inusitado; desconocido. Se está confundiendo todo, como los rostros difuminados de la gente. La señora que vende flores se desvanece. Se está mezclando con el color verde del toldo del mercado. Y los edificios se caen como la bola de helado que resbalaba por el cucurucho de galleta que lleva el niño rico en sus manos. Cada vez distingo menos. Cada vez me siento más y más… inexistente.
La luz mortecina del foco instalado en la galería de arte se apagó, y, con él, las sombras veladas de los visitantes, sus cuchicheos y comentarios. El cosmos en dos dimensiones que, a ojos de su protagonista, era la realidad del ego impostando a la autenticidad del Ser, se desvaneció, llevándose consigo el espíritu impresionista de 'Matrioska'.
Un inoportuno aguacero ahogó la pintura del lienzo durante su traslado.
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