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Relatos de verano

Matar el grito

maría belén herrera fiestas

Jueves, 5 de agosto 2021, 01:32

Vuelve a prender con su mechero la vela. Esta vez con mayor cautela, protegiendo en la mano opuesta el aura de la mecha. Con lentitud, manteniendo la llama hasta cerciorarse de que la vela arde por sí misma. Yo soplo. Se apaga.

Hemos jugado a esto unas diez veces. Esperaba al menos una risa por su parte, pero de eso nada: en un suspiro desiste y abre un poco la persiana esperando saciar su sed de penumbra con la luz molesta de alguna farola. Entonces se sienta sobre su 'zafu' con las piernas cruzadas y, elongando excesivamente la espalda, une bajo su ombligo índice con índice, pulgar con pulgar..., mas vacila y devuelve cada mano al nivel de la rodilla del mismo lado.

En la calle aceleran coches, pitan motos y cientos de personas hablan con un volumen desmesuradamente alto. Son las nueve y se cierran las persianas de varios negocios, se arrastran sillas y mesas para reagruparse en las terrazas. El silencio ha muerto.

El silencio quizás lleva muerto ya un largo tiempo, pero hay un ser humano que, sentado en el suelo de su diminuto apartamento, confía en poder encontrarlo. Está incluso convencido de que ese silencio le habita dentro y ha solo de aprender pacientemente a escucharlo.

Para mí, este escenario es realmente excitante, así que me arrodillo enfrente y con una expresión un tanto melodramática le señalo la molesta luz que entra por la ventana. Un suspiro mínimo y cierra por completo los párpados.

Por supuesto, no me dejan tocarlo ni zarandearlo. Si fuese yo aquí la única alma deambulando ya le habría hecho entender que es el ruido de allá abajo el que hay que tragar y tragar, y que solo cuando se le llenen de él las entrañas será digno de llamarse humano.

Otra persona entra en la estancia. Interrumpe el cómico intento de ensimismamiento de mi víctima; sin embargo, se sonríen y el gesto de ambos resulta infinitamente más sereno. La nueva criatura se sienta a su lado, del mismo modo y con los ojos cerrados. Se concentran. Yo silbo, agito los muebles y grito, grito muy alto preguntando si acaso no escuchan mi grito. Ni siquiera se frunce un ceño y mi voz es cada vez más exhausta.

Entra otro humano. Otro. Otro. Decenas. Setenta y tres personas, aun sin caber en el minúsculo piso, se sientan, se arrodillan o se tumban y meditan. Setenta y tres personas concentradas en no oírme a mí. Ni los coches. Ni las charlas vecinas...

Desciendo una planta y otros tantos humanos se hallan en el mismo extraño estado de trance. A mí se me desvanece la palabra. Todos los pisos, un edificio entero enmudeciendo. Las calles están vacías, los candiles se iluminan y las farolas atenúan sus bombillas y se apagan. En la calzada únicamente descansa el peso de una noche estrellada, de la mirada grave de un universo inmenso que desde hace millones de años habla y habla sobre ensordecidos astros y efímeros planetas.

Desorientado en este vértigo, mis ojos resbalan hasta una pequeña terraza. Veo tu cara como las demás: calmada y atenta, contemplando tus adentros y, aun así, manteniendo en mí tu mirada. Quizás no entiendas cómo desaparece un fantasma sin cuerpo, pero sé que recuerdas que antes que oscuridad fui resplandeciente silencio.

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