Era su marido
antonio valiente garcía
Domingo, 25 de julio 2021, 23:10
Agarrada a la baranda del balcón, despierta soñaba con los ojos perdidos en la vetusta plaza del pueblo que a esa hora el calor azotaba tiñendo su albero de fuego. La señora se transportaba a un cielo ocre salpicado de manchas rojizas desvaídas por el tiempo, como la sangre de siglos en las sábanas del mañana. Del ángulo superior izquierda caía revoloteando un recortable de papel: terno de esmoquin; caballero de lucida figura; de rostro guapo y viril empaque; con el pelo azabache engominado partido por recta raya, fino bigote de puntas taurinas; mirada cautivadora y sonrisa canalla.
No se sabía de dónde aparecía un recorte de dama, enigmática, de blancura nacarada; labios sensuales que destacaban, aún más, sin el incitador rímel; de mirada lánguida; cuello esbelto y sensual ceñido por una fina gargantilla de brillantes que resaltaban aún más su natural belleza; pelo castaño claro con destellos dorados, recogido en una fina trenza que rodeaba su cabeza y diademaba su frente dejando al descubierto su incitadora nuca; traje de fiesta blanco, con decoroso pero insinuante escote; zapatos y guantes a juego. En una palabra: atractiva y cautivadora. Empujada por una extraña fuerza invisible se dirigía al medio del cuadro, donde el caballero volteado en irreales giros iba a parar. El hombre la miraba, la traspasaba, la derretía, la ceñía y con decididos pasos comenzaba el vals, mientras ella se abandonaba y giraba su cabeza hacia su hombro ofreciendo su sensual garganta. Transportada en sus brazos se dejaba llevar al compás de 'La viudita alegre'.
La dama del balcón, de guapa melancolía, esbelta, morena de moño alto, ojos tristes, con decoroso traje negro, cuya natural elegancia se marchitaba en los soportales del villorrio manchego, contemplaba la escena. Los recortables iban tomando cuerpo, intuyendo que aquel hombre le resultaba familiar; la mirada cada vez más obstinada la transportaba, aproximándola a los ojos negros del señor de enhiestos bigotes, llegaba hasta sus negras pupilas penetrando en su interior, y al final lo descubrió: no había duda, era su marido.
A la hora de la siesta ni los perros se atrevían a cruzar aquel ardiente arenal, pero la dama de negro permanecía aferrada al caliente herraje de la balconada, seguía mirando sin ver, mientras las lágrimas transparentaban sus ojos sin dejar de decidirse a abandonarlos.
Por una oscura esquina de la plaza apareció, deambulando con paso inseguro y tambaleante, la figura de un señor bajito, regordete, de escaso y greñudo pelo, rojo fuego, cuyas greñas a esa hora apuntaban en todas direcciones como los rayos del sol de Portocarrero; gruesos bigotes, mustios ya, ocultaban la comisura de sus labios; traje de lana 'beige' claro con chaleco del mismo paño cuadriculado con finas líneas azules, que siempre procuraba llevar, no se sabe por qué, en todas las estaciones del año; una gruesa cadena de reloj de plata le daba un ligero toque de distinción; se cocía en su propio sudor y su turbia mirada no contribuía en nada a llevarlo, sin dar bandazos, hacia donde quiera que fuese.
Tras un interminable esfuerzo, logró llegar al pilón del centro de la plaza, se dejó caer derrotado en el poyete, comenzando las bascas a revolverle el estómago, del que pronto salieron regurgitando los jarros de vino que había libado horas antes, manchando los bajos de sus pantalones y los botines, y llenando el albero de un líquido espumoso que pronto formó un repulsivo, cálido, rojizo, agrio y hediondo charco. Metiendo la mano en el pilón, se restregó la cara y, con el dorso de la misma, intentó quitarse las babas que le colgaban de la boca. Todo inútil, la crátera volvió a chorrear, como un caño, aquel infecto valdepeñas.
La dama de la triste mirada lo contemplaba y las lágrimas se decidieron a salir de sus sufridos ojos, rodando por sus rosadas mejillas. Ni siquiera necesitó penetrar en él para reconocerlo: no cabía duda, era su marido.
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