Nunca es tarde
María Campra Peláez
Jueves, 1 de agosto 2024, 00:01
El camino pedregoso me hacía ir más lento de lo normal. No estaba cansada, a pesar de llevar toda la noche conduciendo. Ya estaba llegando ... y el amanecer me recibía con niebla y ninguno de esos colores que siempre te muestran en las películas cuando el chico besa a la chica en la orilla de la playa.
La naturaleza era salvaje en aquel sitio escondido entre las montañas del Norte de España. Cualquier turista podría maravillarse del esplendor del verde que dominaba el paisaje. Yo, sabedora y dueña de aquel territorio, solo respiraba la humedad de la mañana con las ventanillas bajadas, mientras la añoranza se adueñaba de mis sentidos.
Aparqué el coche a casi un kilómetro. No porque no pudiera llegar a la verja oxidada que abría las puertas de mi destino, sino porque quería llegar caminando, saborear cada segundo antes de destrozar mi vida por completo.
Cerré el coche y dirigí mis pasos sin apenas pensar. De hecho, preferí llegar a través del campo y no utilizar el camino que había usado tantas veces en mi vida.
Los recuerdos se agolpaban, no había sido un lugar feliz para mí, pero, reglas de la mente, solo recordaba instantes fugaces de felicidad. Pasé por aquel muro derruido donde siempre encontraba a mi hermano pequeño escondido y por la colina en la que me destrocé la rodilla jugando al pilla pilla. Me la toqué recuperando el dolor que sentí entonces.
Por fin, las puertas de hierro me recibieron, y detrás de ellas la casona que habían construido mis antepasados con gran esfuerzo, según narraban las leyendas familiares a la luz de la chimenea.
El candado no estaba, por lo que deslicé el cerrojo con el chirrido del tiempo avisándome. ¿Para qué demorarlo más? No había vuelta atrás. Miré hacia la ventana, allí donde había empezado todo, donde mi infancia se fue en un solo instante, donde la inocencia se volatilizó en la niebla que tanto nos acompañaba en aquel páramo.
La puerta de la casa se abrió y una figura salió, mirándome a través de las gafas de pasta.
–Llegas tarde.
–Siempre tarde.
Me acerqué y sin besos ni abrazo ni más ceremonias, mi abuela se dio la vuelta y entró dejándome a mí la decisión de entrar tras ella.
La miré, vulnerable, bajo aquel aspecto de anciana centenaria que había pasado por todas las penurias que ella insistía en contarte una y otra vez. Ya no quedaba nada de su fortaleza, de aquel arrojo con el que nos comandaba bajo su mando como un coronel de la milicia.
Entré con un suspiro de resignación y cerré la puerta. Un golpe sordo me asustó y allí en el suelo estaba aquella vara, esa que tanto había golpeado mi espalda. Me quedé mirándola con el frío recorriendo mis venas. Ella me observaba con una sonrisa en la boca y, como si todo fuera normal, se sentó en su butaca y empezó a tejer.
–Esto es lo único que me ayuda a templar mis nervios y a tener las manos aún en condiciones.
–Me importa una mierda.
–Yo no te enseñé a hablar así.
–No, eso es verdad. Eso precisamente no me lo enseñaste.
–No es necesario.
–¿El qué no es necesario?
–Sé a lo que has venido.
–He venido a matarte.
–Lo sé, pero no es necesario.
–Mi hermano ha muerto de una neumonía crónica. Y ha sido por tu culpa.
Sin dejar de tejer levantó la mirada y, con voz de cordero que hizo que se me helaran las entrañas, dijo:
–¿Cómo una ancianita como yo, viviendo apartada del mundo, puede tener algo que ver con su muerte?
No pude responder, solo recordaba a mi hermano tiritando de fiebre, siempre enfermo. La rabia empezó a apoderarse de mí al darme cuenta de que su poder era mayor del que recordaba.
–Ni siquiera te remueve algo, la verdad es que no sé de qué me sorprendo. No corre ni un ápice de amor por tus venas.
–¿Amor? ¿Quién os acogió en esta casa cuando vuestros padres se fueron sin explicaciones? ¿Quién os dio un techo donde vivir y comida con la que alimentaros? ¿Amor? ¿De qué sirve el amor?
Esto último lo dijo con desdén, como si le estuviera hablando de una mosca que no dejara de revolotear. Intenté tranquilizarme, respiré hondo y cerré los ojos por unos segundos.
—Yo no diría que las gachas frías y las sobras fuera a alimentarnos, y dormir junto con las gallinas cuando, según tú, nos portábamos mal, no es un techo sobre nuestras cabezas.
Recordé algo.
–¿Por qué dices que no es necesario?
–Porque yo ya estoy muerta, no pasaré de este año. Ya era hora, llevo esperándolo mucho tiempo.
–Mientes.
–Seré muchas cosas, pero no una mentirosa.
–Eso es verdad, nos podías moler a palos y dejarnos pasar frío bajo una manta acurrucados en un rincón de la cama, pero mentirnos, jamás.
–No seas cínica, que no te pega nada.
–¿Sabrás tú lo que me pega? No me conoces.
–Más de lo que tú te crees. Me echas la culpa de la muerte de tu hermano, pero eras tú la que se comía a escondidas la mitad de su comida y la que tiraba de la manta y lo dejaba aterido de frío.
Su risa fue lo último que escuché de su boca. Cogí la vara que había caído a mis pies y de un solo golpe le salté la mandíbula; no se sorprendió, no le dio tiempo. Una paz interior me invadió. Salí, dejé la puerta abierta y tiré la vara lo más lejos que pude. Comencé a andar hacia mi coche con el sol ya en lo alto del cielo.
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