Julio Iglesias es uno de nuestros personajes de moda. No solo por sus 77 años recién cumplidos, sino porque acaba de vender, según dicen los ... más serios confidenciales económicos, una parcela de más de diez mil metros cuadrados a una hija de Donald Trump, el pronto expresidente de Estados Unidos, por la cantidad de veintiocho millones de dólares, que no les traduzco a euros por que soy un desastre, como saben, a la hora de los números. En fin, 'una pasta gansa'. Podría ser el aviso de que Trump, que quiere morir matando, puede mudarse a una nueva residencia en Florida, donde por otro lado tiene más de un palacio en perfecto estado de 'vivencia' con campo de golf incluido, etc.
Por todo esto, y dado que he vivido más de un mes en la casa de Julio (en la que se esconde, según dijo a Carlos Herrera, «preso del pánico» porque teme al virus «más que a una vara verde»), pues me atrevo por fin a contar algunas de las cosas de esos días ya lejanos, pero no olvidados. Allí escribí día a día, hora a hora, cuerpo a cuerpo y, sobre todo, alma con alma, uno de mis libros más leídos: 'Julio Iglesias entre el cielo y el infierno', del que se vendieron más de un millón de ejemplares en todo el mundo.
A lo que voy, al llegar al aeropuerto para hacer con Julio su biografía me estaba esperando una de las personas más leales y más cercanas al cantante, ya entonces instalado en la gloria de las leyendas. –«Don Tico, que el señor le está esperando en el coche, en el aparcamiento, que nos hemos traído el Rolls-Royce, según ha sido su deseo. Bienvenido, señor Medina». Y allí estaba en carne y hueso, más hueso que carne como siempre, Julio Iglesias, sentado al volante de su impresionante automóvil, uno de los coches de su cuadra. Yo ya conocía el Rolls por dentro, porque mi compadre Manuel Benítez, el Cordobés, me había permitido usar el suyo: aquel olor a cuero de verdad, la caricia del salpicadero de caoba... Fue en un campo de aterrizaje para su avioneta Piper. Había mandando cortar más de un centenar de encinas centenarias para hacerlo.
A lo que voy. Allí estaba en Miami, esperándome, dos besos, mua, mua, (ahora ya no los da), uno en cada mejilla. Lo hacía con las personas a las que más quería y de las que más esperaba. «Medina, he venido a esperarte porque te lo mereces. Hoy debes descansar y mañana empezamos el trabajo. Le he dicho a la cocinera, que como sabes es dominicana, que haga para hoy una comida rica: lentejas y una tortilla de patata. Y del vino no tienes que preocuparte, que no olvido que la primera caja que tuve en mi vida me la regalaste tú, aquella de Valladolid, de Vega Sicilia».
–«Cierto, capitán, me costó cinco mil duros que todavía estoy pagando en incómodos plazos mensuales».
–«Ya no tienes que preocuparte de eso, que vas a vender muchos libros, porque estoy dispuesto a contarte cosas que jamás he contado hasta ahora».
Total que, a bordo del Rolls, Julio me iba descubriendo aquella joya, el inmenso campo de golf donde en un rabo de Miami, una península entera, se había levantado su casa, aquella primera que luego convirtió en cortijo andaluz.
–«Algún día, querido Medina, todo esto será mío, que tengo el deseo de ir comprando todo lo que hay a mi alrededor. Por ejemplo, esa es la hacienda de Johnson y Johnson, el de la pasta de dientes, y esa la casa de una vieja actriz de cine que en su día fue un mito… Quiero que sepas que este es uno de los últimos paraísos que van quedando en el mundo. Es como vivir en otro planeta. Me siento muy a gusto».
Oyéndole, pensé en que había pensado alguna vez en irme a un cortijo en Sierra Morena... O a aquella urbanización en Santo Domingo, en Costa Ballena, donde tuve la satisfacción de residir en la cabaña redonda que en su día habitaron los Clinton.
Lo dicho, que Julio me iba enseñando lo que nos rodeaba y yo le refrescaba la memoria.
–«¿Te acuerdas, capitán, de cuando, desde el mar, vimos la casa de los Pink Floyd en Coral Gable. Te gustó mucho, sobre todo sus altísimas palmeras, y quisiste tener por aquí cerca un lugar como ese. Y Fraile te dijo: 'Sí, vale, pero para llegar a tener esas palmeras necesitarás cien años, por lo menos, viéndolas crecer, así que tendrás que traértelas de Egipto por lo menos …' Y tú le respondiste: 'Pues si hay que hacerlo, lo haremos, Alfredito, hijo, cuando llegue el momento'».
En la casa de Indian Creek número cinco viví en la que habitualmente era la alcoba de su hija Chabeli, que tenía una piscina cerrada para ella sola por si quería, que quería, bañarse desnuda, como su bellísima madre la había parido años atrás. Cerca estaba la suite de Julio, cuando cambiaba de chica más que de camisa –perdón, de camiseta– y que se las traían de fuera después de que las elegía en las revistas. Cuando llegaban –tras volar desde sus sitios de origen a veces en el avión del propio artista– les regalaba un obsequio especial, casi espacial, un reloj Carpentier, o algo así, de oro y una cena bajo las estrellas, en aquel jardín donde había una piscina abierta y al fondo las luces parpadeantes de la capital de América que era Miami, donde el español había instalado no solo su cocina, sino también su bodega especial con más de doce mil botellas a una temperatura de once grados.
Bueno, pues allí viví, cosa que no puede decir casi nadie de los plumillas de tres generaciones, hablando con él. O navegando en su barco, cuando escapábamos a la playa de Rimini. O a bordo del avión que nos llevaba por el mundo entero: a México, a Japón, a Beirut en la Noche de la Mandarina, cuando el Líbano era aún el Líbano, o a los tuaregs de África, o a los indios de las molas de Panamá, o a la Argentina, cuando quiso comprarse aquel rancho…
–«¿Y tienes ya pensado el título del libro, Medina?»
–«Quería que se llamara 'Julio Iglesias entre el cielo y el infierno', ¿qué te parece?». Silencio. No olía a nada. Nunca usó un perfume. Dormía en calzoncillos. Y jamás, pero jamás de verdad, tomó droga alguna. No le hacía falta porque era pura energía. Yme dio el visto bueno. «Vale, pero que la gente no crea que no estoy ni en el cielo ni en el infierno por que estoy en el limbo».
–«Nadie lo va a creer Iglesias. Tú estás siempre en el purgatorio».
Y en el purgatorio sigue, que Dios no da todo sin pedir nada a cambio. Llorando en silencio, como siempre, más solo que la una, aunque esté siempre rodeado de tanta gente que le admira. Es uno de los artistas más ricos del mundo, según Forbes. Sé que a veces, a través del que fue su fotógrafo de cabecera, Jesús Carrero, se preocupa, es un decir, por mi salud destrozada. Sé que cuando le brotan las lágrimas, muy pocas veces, se restriega los ojos con los puños, como cuando a los niños les roban en la clase los lápices de colores del pupitre personal...
En fin, Julio, siempre noticia, está vendiendo todo aquel mapa del tesoro que un día consiguió que fuera suyo, sin heredarlo de nadie.
Adiós Julio, mi viejo amigo, a ver si un día te decides, que sé que tienes mi teléfono, y me llamas, si quieres a cobro revertido, y nos damos ese abrazo en la distancia, aunque sea el último de todos.
Estás con Miranda, la mujer a la que dijiste «te quiero» (a las demás les decías «te amo», que es más mentira) y que un día me descubrió a pie de escenario, no sé dónde: «Yo sé muy bien que, de vez en cuando, hay que dejar que el halcón escape de tu puño. Y eso es lo que hago».
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