Carta a María del Carmen Castillo
El Consejo Rector del Parque de las Ciencias de Granada, que usted preside, tomó semanas atrás una incomprensible decisión con personas de enorme valía
Juan Mata
Viernes, 24 de enero 2025, 23:38
Me preguntan algunas personas por qué sigo empeñado en dirigirme a los poderes públicos para denunciar o reivindicar asuntos que nos afectan como comunidad. «¿Para ... qué te molestas en hacerles razonar, si solo van a lo suyo y no les importa lo que piensa la gente?», me dicen. Es grande desde luego la tentación de resignarse y reconocer que los gobiernos están permanentemente ajenos al sentir de los ciudadanos, que a los que escuchan de verdad son a sus correligionarios o a los que tienen dinero o apellidos o influencias, que la gente común es sistemáticamente ignorada, por mucha razón que tengan. Sí, es fácil dejarse llevar por ese desaliento.
No me resigno, sin embargo, a esa fatalidad y sigo escribiendo cartas públicas a quien corresponda, aun reconociendo íntimamente su limitado efecto. Lo sigo haciendo, no obstante, porque todavía mantengo una mínima esperanza de ser atendido, de ser entendido. Lo hago también por dignidad, como un modo de ejercer la ciudadanía.
¿Por qué le escribo en esta ocasión? Porque considero que el Consejo Rector del Parque de las Ciencias de Granada, que usted preside, tomó semanas atrás la incomprensible decisión de degradar por un lado y cesar por otro a personas de enorme valía, que habían fundado y elevado el Parque a la asombrosa realidad que es hoy, que han logrado que sea admirado en todo el mundo. Y ello sin que gran parte de los miembros del Consejo Rector supieran qué estaban votando, como han reconocido posteriormente. Fue una decisión que salvo que se hiciera con malicia no se entiende que se tomara del modo en que se hizo, a escondidas y con displicencia. No olvide que los afectados eran las personas que han llevado al Parque a sus más altos reconocimientos, que lo han convertido en un modelo de museo al que muchos otros quisieran parecerse. Mostrar nuestro desacuerdo con esa medida no es por tanto montar una falsa polémica, como usted afirmó hace unos días, sino ejercer el derecho a la disensión. ¿No le parece, señora consejera, que ese subrepticio y desdeñoso modo de actuar fue humillante? ¿No le parece indigno enviar a continuación un burofax conminando a abandonar el Parque a personas que lo han servido de modo entusiasta
y soberbio durante treinta años? ¿No le parece que la política se desacredita aún más con actuaciones como esa? ¿No le parece que los buenos modos, los reconocimientos, la gratitud, las sonrisas deberían prevalecer en la actuación pública sobre la tosquedad, la falacia, la ingratitud o la difamación?
El grado de desprestigio de la política es tal que las discrepancias y las protestas se enjuician únicamente con criterios bélicos, es decir, como una confrontación entre enemigos, con sus consiguientes victorias y derrotas. No podemos permitirnos esa anomalía. Es un error que induce a pensar que el diálogo entre los ciudadanos y los gobiernos no puede entenderse más que en términos guerreros, que los razonamientos o las explicaciones no cuentan para nada, menos aún si se expresan razonablemente y sin estridencias. El problema es que en esas tesituras nunca hay vencedores. Sí queda en cambio un reguero de vencidos: los ciudadanos, los gobernantes, la vida pública, la democracia, las relaciones institucionales... Por eso sigo situando las reclamaciones, como la que motiva esta carta, en el territorio del diálogo, no exento de tensión, desde luego, pero dentro del intercambio cívico de argumentos.
Dado que me consta que están tratando de salir airosos del embrollo en el que los han metido me permito sugerirle que una justa solución a ese desaguisado sería reconocer que ha podido haber una equivocación, que las personas afectadas no merecían el trato que se les ha dado, que el modo furtivo de despachar sus ceses y marginaciones no es propio de instituciones públicas como una consejería de educación, la Universidad de Granada o el CSIC, por ejemplo, que un modo respetuoso de dar la bienvenida al nuevo director o directora sería permitirle que sean ellos quienes decidan sobre la continuidad o no de las personas ahora bruscamente apartadas, que de la misma manera que el director dimitido va a continuar en su puesto hasta la elección de su sucesor debería permitirse igualmente que hasta entonces los asesores y el vicedirector pudieran seguir ejerciendo sus funciones.
¿Quién perdería con esa decisión? Nadie. ¿Quién ganaría? Todos. Sobre todo ganaría la vida pública, y especialmente las instituciones políticas, es decir, ustedes, pues demostrarían que sus decisiones se toman para favorecer y no para dañar, que los gobiernos los forman personas pensantes y flexibles y no estatuas de piedra, que se puede confiar en las instituciones públicas. Ganaríamos todos porque se demostraría que el diálogo es posible, que los razonamientos son siempre superiores a los desplantes. Y habría un último y silencioso ganador: el Parque de las Ciencias, tan admirable, tan sobresaliente, tan necesitado siempre de apoyo y cuidado.
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