De Graná
Santa paciencia de Pedro Antonio de AlarcónUn hombre duerme en la calle. Los niños que van al colegio preguntan por él. Desde la ventana, Ángeles, de 90 años, reza una oración. Entonces, llega la ambulancia
«¿Está muerto?». La pregunta la hace mi hija, unos minutos antes de las nueve de la mañana, de camino al colegio. «No puede estar ... muerto porque sería la segunda vez que se muere», dice su hermano, que no pretende hacer ninguna broma, solo constatar que es la segunda vez que ven al hombre tumbado en la calle, durmiendo la mona. Es difícil explicar a tus hijos que eso es culpa del mismo alcohol que te ven tomar el sábado, con los amigos. «No hay que abusar», les explico. Pero ellos caminan con el cuello girado, sin entender muy bien lo que está pasando.
Luego vuelvo por el mismo camino, pero por la acera de enfrente. Desde allí observo la escena al completo y pienso que los niños tienen razón, que nadie debería llegar a eso. El hombre está de costado, en uno de los pasajes peatonales de Pedro Antonio de Alarcón. Ha llovido y el suelo está mojado. Una ambulancia aparca en la acera y las luces chocan contra la pared de enfrente. Entonces la veo a ella, allí mismo, asomada en la ventana de la primera planta, sobre el pub El Refugio –el nombre parece un guiño providencial–. La señora, de pelo blanco y bata azul, tiene a sus espaldas un enorme crucifijo colgado en el pasillo. La escena es cautivadora. Casi cinematográfica. Casi imponente.
Cuando el enfermero sale de la ambulancia y ve al hombre tirado, hace un aspaviento con los brazos y mira directamente a la señora, como si supiera de antemano que ella estaba allí.
–¡Señora! Que hay mucha gente en la calle así...
–¡Pero pobre criatura!
–No nos puede llamar para esto, no podemos hacer nada.
–No es un perro, es una persona –la señora habla con voz suave, casi cantarina–. Si fuera tu hijo ¿no te gustaría que alguien le ayudara?
El enfermero se encoge un poco, como si acabara de recibir un puñetazo en la mismísima boca del estómago. Entonces se agacha junto al hombre y le pone una mano sobre la espalda. «Oiga, oiga. ¿Está usted bien? Despierte, oiga, oiga...». El hombre se incorpora y se marcha tambaleándose.
«Yo estoy más con las cosas del cielo. Yo veo cada noche a los jóvenes y pienso que Dios les bendiga»
–¿Cómo se llama usted? –le pregunto a la señora, un instante después.
–Ángeles –responde ella.
Ángeles tiene 90 años. Noventa. Y esa primera planta es su hogar. Le señalo el crucifijo y me cuenta que ella es muy católica, «muy creyente», y que para ella eso es lo más importante.
–Menudo lío tendrá usted aquí todas las noches.
–A mí no me molestan, hijo. Yo estoy más con las cosas del cielo. Yo veo cada noche a los jóvenes y pienso que Dios les bendiga.
Ángeles estaba aquí
«Que Dios les bendiga». Si yo fuera ella estaría hasta las narices de fiestas, botellones, borrachos, coches racheando y peleas a gritos. Pero ella, Ángeles, dice «que Dios les bendiga»... Creo que yo, como el enfermero, también me encogí un poco. Cuando me recuperé del golpe caí en la cuenta: si tiene noventa años, significa que Ángeles estaba aquí la primera vez que yo salí de fiesta por Pedro Antonio de Alarcón. Y creo que fue aquí mismo, en este mismo recoveco de la calle, en un pub que se llamaba La Gotera. Fue el cumpleaños de Cristina, una compañera de clase. Pinchaba un barril y nos invitaba a todos. Fue la leche.
Era finales de los 90, esa época en la que en una misma noche podías escuchar Extremo Duro, Alejandro Sanz, Los Planetas, Ricky Martin y Shakira... Bueno, lo mismo tampoco ha cambiado mucho la cosa. La moda era pedir en la barra una cosa que decían que era Agua de Valencia, pero cuanto más tiempo pasa más creo que, en realidad, era simplemente vodka con naranja. El hermano mayor de un amigo nos descubrió el Pollo Picom, donde casi todos pedíamos patatas fritas con su salsa. Lo de los shawarmas tardaría unos años en llegar.
¿Cómo puede una misma calle ser tan bonita y tan triste? ¿Se le puede explicar eso a un hijo?
El caso es que sí, mi primera borrachera sucedió en Pedro Antonio de Alarcón. Lo mismo hice el imbécil y molesté a Ángeles, que ya era una señora mayor. Y ahora me la imagino diciendo «que Dios los bendiga» noche tras noche, año tras año, gilipollas tras gilipollas, y qué injusto sería que no existiera un Dios. Ángeles, santa paciencia.
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