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«Te queda una hora», leo en la pared. Alguien ha escrito la frase con un rotulador negro, junto a una sonrisa formada por dos ... puntos y una línea. Toda la fachada está llena de pintadas. En realidad, toda la calle San Miguel Alta parece la puerta del baño de un pub de Pedro Antonio. «Cuando sea bombero, vengo con Ana, Julia y Dani y los invito». «No hay más ciego que el que no quiere ver». «Bebe rubia la cerveza pa acordarte de su pelo». Se ve que cuando la gente se aburre, escribe. «Te queda una hora», repito en voz alta mientras me pregunto por qué demonios estoy aquí. ¿Qué necesidad tengo de hacer cola para entrar en un bar? Entonces recuerdo que esta es la tercera vez que lo intento, que es una cuestión de orgullo y que, maldita sea, el universo me debe un plato de carne en salsa de La Sitarilla.
La última vez que vinimos era un bar normal. Uno entraba por la puerta, buscaba un hueco y pedía su caña. No es que fuéramos todas las semanas, pero lo conocíamos bien. Era marzo de 2020 y nadie podía imaginar que la vida estaba a punto de darse la vuelta, como unos calcetines mareados en la lavadora. Nos sentamos en el salón interior, al fondo, donde aparcamos los carritos de los bebés holgadamente. Las mesas y las sillas eran de colores. Comimos carne en salsa. Aquella pudo ser la última tapa que tomamos antes de la pandemia.
Cuando nos quitamos las mascarillas –¿se acuerdan? Dios, parece la vida de otro–, La Sitarilla se convirtió en el bar de las colas. Jamás entendí lo que pasó, dicen que alguien les puso cinco estrellas en Internet y encendió la mecha. La covid convirtió las reseñas en religión: si íbamos a salir, el plan debía ser perfecto y por menos de 4,5 estrellas no jugábamos. Igual que las reservas: nadie abandonaba el hogar sin asegurarse de que tenía una buena mesa. Al principio parecía sensato lo de las recomendaciones y las reservas. Ya no.
Salir de tapas es quedar a una hora en donde siempre y perder un rato charlando en mitad de la calle hasta que alguien dice ¿seguimos la conversación en un bar?, y aunque se propongan varios destinos al final se elige el de siempre, ese bar en el que lloramos de la risa, el que pone el lomo tan rico y el camarero tiene una malafollá castiza que resulta enternecedora, y con la segunda cerveza alguien comenta ese otro bar del que le hablaron el otro día y propone dar un paseo, a ver qué tal, y se abandona la mesa sin el menor remordimiento para caminar quince minutos y encontrar que el sitio está lleno, pero rápido, hay un hueco en la barra donde si nos apiñamos entramos todos, y entramos todos, pedimos una ronda y seguimos la charla hasta que suena el teléfono y resulta que los amigos de Juan están en la otra punta y, qué carajo, vamos a acercarnos a verles que para eso hemos salido de tapas.
Una cosa es cenar con los amigos y otra muy diferente salir de tapas, que forma parte de la educación, la genética y la fe del granadino. No es únicamente que te pongan una hamburguesa 'gratis' (no tengo yo claro que lo sean), es algo mucho más filosófico. Pero me voy por las ramas. ¿Por qué estoy haciendo cola en La Sitarilla con medio centenar de personas?
Un compañero llevó a su familia madrileña y les encantó el sitio. «Nos pusieron la carne en salsa, la clásica». Pasé por la calle Gracia y vi la cola en la puerta del bar, en San Miguel Alta. Pensé en la carne en salsa y, por lo que sea, me puse en fila, como en un capítulo de Mr. Bean. Al ver que aquello no se movía, me fui. Odio las colas.
Al día siguiente, me acerqué a la hora de apertura, a la una del mediodía, pero la cola ya daba la vuelta a la esquina. Me fui cabreado y regresé veintitrés horas y cuarenta y cinco minutos después. Había cola y eso que las puertas estaban cerradas ,pero me quedé junto a la frase de la pared: «Te queda una hora».
Hay japoneses esperando. Y una familia de Albacete muy ilusionada. Una chica celebra su cumpleaños y su amiga le ha traído un libro. Un señor explica a sus amigos que el ayuno intermitente le va muy bien y que solo hace una comida al día, la cena. «Porque si me voy de tapeo suele ser por la noche», dice. Da la sensación de que vamos a subir a una atracción del Parque Warner.
Cuando abren las puertas, a las 13.17 –no faltaba una hora–, una alegre camarera manda a los clientes a sus mesas. Viste la camiseta oficial del bar, con los rostros de Enrique Morente, Lola Flores, Camarón y Paco de Lucía. Dentro huele a incienso y suenan marchas cofrades. La decoración semanasantera es abrumadora, parece un sitio totalmente distinto al que recordaba.
Conchi y Pedro, jubilados, vienen habitualmente. «Lo de la cola empezó con la pandemia y se quedó. Parece que les va bien porque así pueden organizar las mesas. Lo de los santos ha ido creciendo poco a poco... La verdad es que Antonio y Erica, los dueños, son apañaísimos». Los turistas alucinan y no dejan de apuntar con el móvil al ecosistema granaíno: las fotografías de García Lorca, los cuadros del Paseo de los Tristes, los carteles de Semana Santa, la camiseta del Granada CF... todo les fascina.
Las bebidas y las tapas caen al unísono en todas las mesas del bar, parece una coreografía más propia del teatro. La carne en salsa, cinco años y tres colas después, me sabe a vieja normalidad. Aunque no lo sea.
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