La insistencia del polvo
nieves ruiz pérez
Lunes, 9 de agosto 2021, 00:10
Se murió de tanto soñar que se moría. Sí, a mí me lo contaba todo, incluso sus sueños. Un día me dijo muy serio:
—Me voy a morir.
—Pues como todos —le contesté.
Él me miró con el gesto ofendido, sacudió la cabeza como resignado y se levantó del portal azotándose las nalgas para quitarse el polvo del pantalón. Era un verano seco, seco. No había llovido en meses. Llevábamos un pañuelo al cuello para subírnoslo a la nariz si se levantaba el viento.
Estuvo tres días sin hablarme. Ofendidísimo. Le tocaba el timbre para que bajara a la calle y su madre siempre me decía que Frasquito (así le llamábamos en el pueblo) estaba en la cama con fiebre. Pero yo le veía jugar en la mesa de la cocina con sus lapiceros. A mí me daba rabia y le tiraba piedras a la ventana. Él me miraba y sacaba la lengua con burla. Me volvía a mi casa ceñuda, dando patadas a las latas que rebotaban de un lado a otro de la acera.
Frasquito era mi mejor amigo, mi único amigo, y juntos jugábamos a hacer cabañas en los olivos de mi abuelo y a contarnos historias de miedo en el patio de su casa mientras los mayores cenaban a gritos con fiambreras en la puerta de la calle. Frasquito siempre contaba las mejores historias, yo no podía dormir después. Soñaba con su padre muerto. Según me decía con su tono serio, su padre le pedía las piernas. Al papá de Frasquito le volaron las piernas con una mina en la guerra. Frasquito me contaba que había sido en la Guerra de Vietnam, pero yo sabía que eso era mentira porque su padre llevaba muchos años muerto. Creo que la madre estaba embarazada de Frasquito cuando la mina explotó.
Todas las historias de miedo eran sobre su padre amputado y el peligro que corrían sus piernas. Unas veces su padre se las serraba con una motosierra. Frasquito moría desangrado mientras veía cómo su padre se acoplaba aquellas extremidades al cuerpo como si tuvieran rosca. Otras veces, la motosierra era sustituida por un cuchillo enorme, un hacha o herramientas de labranza, pero con el mismo desenlace. Y me decía muy serio:
—Mi padre me va a matar y se llevará las piernas, estoy seguro.
No me atrevía a hacer comentarios cuando me hablaba así, hasta que un día me reí y le dije que se estaba obsesionando. Él se encogió de hombros. Dejamos las historias de miedo y los ratos de cabaña se fueron haciendo más cortos. Decía que prefería quedarse jugando en la mesa de la cocina. Yo sabía que algo le pasaba, se estaba poniendo pálido con unas ojeras moradas como berenjenas. No quería pisar la calle. A veces le insistía tanto que accedía a salir para sentarnos en el portal de su casa. Se quedaba callado con el pañuelo entre los dientes. Yo le relataba mis visitas a nuestra cabaña para que no se echara a perder. Él asentía y asentía, tan blanco que creía que era por el maquillaje del polvo que se pegaba silencioso por todas partes. Le tocaba la mejilla con el dedo mojado en saliva, pero su cara se quedaba igual: ningún surco se dibujaba. Fue en la tarde del enfado que por fin habló y me contó que no paraba de soñar con su padre y que cada vez estaba más cerca de cortarle las piernas para llevárselas. No quería dormir, me susurraba poniéndose el pañuelo en la boca. Ahí fue cuando me dijo tan, tan serio que se iba a morir. No pude más que contestar aquello.
Al cuarto día, accedió a jugar conmigo y fuimos a las oliveras de mi abuelo. Él nos había advertido de que no podíamos ir porque estaban labrando con los tractores. Por supuesto, no le hicimos caso y subimos a nuestra cabaña entre las ramas del olivo. Allí me contó sus nuevos sueños y comprendí que no eran como las historias de las noches en el patio: Frasquito tenía miedo de verdad. Quise animarle, le propuse hacer carreras por los canales recién labrados y le pareció bien. Bajamos del árbol y ajustamos nuestros pañuelos. Pero Frasquito estaba muy cansado de no dormir bien, había mucho polvo por la labranza, no se veía nada y menos con aquellos pañuelos que nos tapaban la nariz y los ojos… Frasquito no pudo esquivar el tractor que le pasó por encima. Me acerqué a él llorando, gritando, y él, muy tranquilo, me señaló con el dedo a lo lejos del bancal. Enturbiada por la polvareda me pareció ver a una figura oscura que se alejaba flotando y yo juraría, sí, que aquella silueta se escapaba con dos piernas debajo del brazo.
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