Insha'Allah
álvaro toral iranzo
Martes, 17 de agosto 2021, 23:47
«Qué oscura es la noche, madre, y cómo corta la navaja del viento. Hoy, el hombre que se encarga de nosotros nos ha dicho que mañana saldremos, que muy pronto estaremos en Europa. Pero yo no le creo, madre. Llevamos varios días acampados en las afueras de un pequeño pueblo de Marruecos que se llama El Aaiún y desde que llegamos aquí, siempre repite que mañana será el día, pero ese día nunca llega. Consumimos las horas ocultos como las alimañas del desierto, aguardando el momento para hacernos a la mar.
Comemos, madre, es cierto. Poco, pero algo comemos. Pan y agua, sobre todo, y alguna lata de atún para cada tres. Cuando el pan se queda seco, lo mojamos en agua. Sé que no es gran cosa, madre, pero merece la pena. Las heridas de los pies van sanando poco a poco. Fueron muchos días caminando sobre las ardientes arenas del Sáhara, pero no te preocupes, que ya estoy mejor.
Cuando las fuerzas me fallan, madre, alzo la vista al cielo y miro la inmensidad de la bóveda estrellada con sus miles de luciérnagas en llamas. Esos diminutos puntos de luz son los que dice el que va a manejar la barca que nos van a guiar hasta España. No sé cómo puede saber qué estrella hay que seguir, yo no las distingo, madre, para mí todas son iguales. Pero de entre todas esas estrellas, yo he elegido una, y cada noche la miro y le pido por mí y por todos los que vienen conmigo.
El mar me aterra, madre, es como un desierto de agua, violento e infinito, que no tiene nada que ver con nuestro río, pero el deseo de llegar a España es más fuerte que el miedo. Me han aconsejado que si nos descubre la policía, que no hable, que no diga ni mi nombre, ni mi edad, ni de dónde vengo. Allí la policía no pega, madre. Te dan mantas y comida y un techo para vivir. Es otro mundo, madre. ¿Recuerdas lo que el viejo Adama nos contaba de cuando fue a visitar a Coumare a Francia? Eso es lo que yo quiero, madre. Primero, España, y después, Francia. Y en cuanto pueda, os mandaré dinero y os vendréis conmigo. Todos: tú, padre y todos mis hermanos. Os vendréis conmigo a Francia y tendremos nuestra propia casa y un coche nuevo. Tendremos un coche, madre. Grande, muy grande. ¡El más grande que haya será para nosotros! Y yo te pasearé por las calles asfaltadas, madre, como en las películas.
He visto la barca en la que vamos a ir y tampoco se parece en nada a las nuestras. Si te soy sincero, ya echo de menos salir a pescar. También echo de menos el trino de la amaranta; el sentarme a la sombra de una boscia a ver el vuelo torpe y hermoso de las mariposas que liban el néctar de sus flores. Echo de menos todo lo que antes odiaba, madre. Ahora que aquí todo es silencio y nadie habla con nadie por el miedo a que los que mandan se enfaden, recuerdo las charlas interminables con Moussa y las risas mientras cosíamos las redes, soñando cómo sería vivir en Europa. Pobres, pero felices, madre. Ahora, en este pueblo marroquí, escondidos como animales, envueltos en el ropaje innoble de la noche, nadie sonríe y nadie parece feliz. Pero es un mal trago necesario, madre.
Esto pronto pasará, madre, y les contaremos esta aventura a los nietos que tendrás porque he conocido a una mujer en este viaje. Me ayuda cuando no puedo caminar y, a veces, comparto mi pan con ella. Ella fue la que me curó las plantas de los pies. Nunca la dejo sola, madre, porque si para mí es duro, imagínate para una mujer. Ellas lo pasan aún peor. Aquí hay hombres muy malos, pero ella es tan dura como una roca. Es muy hermosa, madre. Ya verás cuando la conozcas: tiene ojos de serval y su voz suena como el canto del gorrión del desierto. Ya verás cuando la conozcas. Estoy seguro de que os llevaréis muy...»
A partir de este punto la nota se vuelve ilegible y la cabo Álvarez-García, de la Guardia Civil de Las Palmas de Gran Canaria, no puede seguir leyendo. La tinta de la carta se ha corrido y el papel está demasiado mojado. Suspira y de nada sirve el titánico esfuerzo que hace para tratar de contener una lágrima que rueda agónicamente por su mejilla, sin prisa por llegar hasta la comisura de sus labios. Mira a los dos chicos de la Cruz Roja, les da la carta y les pide que, por favor, no la tiren a la basura. Así, en presencia de las autoridades judiciales, ve cómo el chaval de la funeraria sube con un gesto mecánico la cremallera de la bolsa de plástico negro que engulle el cadáver del joven Aliou, que murió ahogado a treinta millas de las costas españolas sin saber que sus sueños, aunque hubiese llegado a la vieja, podrida y decadente Europa, jamás se habrían cumplido.
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