El honor de una superviviente
Maruja Ruiz Martos-Activista vecinal ·
Nació y vivió en una cueva de Guadix, no pudo estudiar porque era la hija de un comunista y, tras emigrar a Cataluña, ha combatido durante sesenta años la injusticia.Juan Jesús Hernández
Lunes, 17 de mayo 2021, 00:26
A sus 84 años a la accitana María Ruiz Martos la hacen feliz dos cosas: que su única nieta sea universitaria y que por la ... calle la saluden personas de todas las edades, porque así se siente recompensada tras más de sesenta años de lucha desde los movimientos vecinales de Catuluña, a donde llegó huyendo del hambre y de la persecución política.
Nació en una cueva del Tejar de las Vacas, en Guadix, en noviembre de 1936, en los primeros asaltos de una guerra civil que llevó a la más absoluta indigencia a familias como la suya. Nadie entonces lo tenía fácil en las tierras secas del sur, pero mucho menos los padres de Maruja: la madre encarcelada durante ocho años sin saber por qué, y el padre preso durante 12 por simpatizar con el Partido Comunista. Al salir de prisión, tras la guerra, les negaban hasta el agua. «Yo no pude ir a la escuela porque era la hija de un comunista», se lamenta al recordar una infancia en Guadix marcada por el hambre. «Imagina cómo vivíamos. Había una niña que salía todas las tardes con un bocadillo; yo la aceché tres días hasta que se lo quité y me lo comí. El hambre era horrible, no te deja pensar en otra cosa que en llevarte algo a la boca. Si no tienes recursos y no te dan trabajo por rojo ¿qué podías hacer? Y en el campo no había nada que buscar porque casi todo el mundo estaba hambriento como tu, y todos iban a rebuscar aunque fuesen hierbas; tenías que buscarte la vida como podías».
A escondidas de su abuela, que no la dejaba ir a la plaza de las Palomas porque «había muchas ejecuciones», Maruja se escapaba para mirar los escaparates de la pastelería de doña Francisquita, aunque la echaban rápido «porque mi aspecto espantaba a los clientes».
Su padre estaba en la cárcel y su madre –que no sabía leer ni escribir–, y su abuela –madre de trece hijos–, se pasaban el día lavando en el río para sacar unos reales para comer todos, que eran muchos.
Maruja habla despacio, recuerda las dificultades de una infancia durísima de la que guarda pocas sonrisas, pero lo hace con calma, sin rencor, con la serenidad que da haber podido vencer tantas dificultades, aunque no puede evitar emocionarse cuando cita a su madre, una mujer enérgica que nació en un lugar y en un tiempo equivocado. «Pobrecilla. La oía llorar mucho, a ella y a mi abuela al ver que no tenían nada para dar de comer a su familia. «Mi madre nunca había salido de Guadix, hasta que la llevaron en tren de una cárcel a otra. Había gente que decidió emigrar a Cataluña. Nosotros solo éramos dueños del hambre, así que decidió probar suerte en Barcelona».
Un tren de vapor
«Era un viaje a la aventura», recuerda Maruja, que tiene en la memoria la odisea de un trayecto que duró cinco días. «De pronto nos vimos en la estación y subimos a un tren de vapor, con los vagones de madera y los asientos de molestas tablas que se clavaban en el cuerpo, si es que encontrabas sitio. Al subir no había asientos numerados, subían todos los que cabían y viajábamos como sardinas en lata. El ruido era enorme y el bochorno y el mal olor eran insoportables. Estaba muy sucio porque todo el mundo comía allí de lo que llevaba, tocino, morcilla y pan, que era lo que se podía, y muchos llevaban animales vivos, como pollos o conejos». Su madre las metió a ella y a su hermana en los portaequipajes, sobre los asientos de los viejos vagones. «Era un amasijo de personas, sacos, maletas y muchas cajas».
Ellas al menos tuvieron suerte y escaparon de los controles. Se llevaban a muchos a Misiones, un centro de inmigrantes en Montjuic desde el que eran deportados a su tierra después de estar varios días en las peores condiciones posibles. Nadie hablaba de eso en el pueblo y no sabían que había cupo para entrar a Barcelona. A sus tías las devolvieron a Guadix y cuando lo intentaron de nuevo se tiraron del tren en marcha antes de llegar a la estación para escapar de la Guardia Civil. Así pudieron entrar. «Cuando hoy llegan las pateras y no atendemos a personas que buscan una oportunidad para dejar atrás la pobreza, deberíamos pensar que no hace demasiado éramos nosotros los que emigrabamos para huir de la miseria». Y se pregunta quién tiene la culpa de que su familia tuviera que irse de Guadix para empezar una nueva vida. «Es triste que tengas que irte de tu tierra porque te morías de hambre. Mi pueblo me gusta pero tengo recuerdos muy duros de aquellos años».
Cuando por fin llegaron, su primera impresión fue ver a mucha gente. «Casi no podíamos movernos por los andenes». La mujer y sus hijas solo llevaban la dirección de un hombre del pueblo que había emigrado antes; ni siquiera sabían dónde íban a dormir esa noche. Llegar a Barcelona en 1949 era como alcanzar la ciudad de los sueños, dejar atrás la miseria en busca de una oportunidad, pero su primera experiencia fue encontrarse con alguien que les ofreció un lugar para dormir y le quitó a la mujer el poco dinero que llevaba. «Mi madre pensaba que estaba con los vecinos del pueblo y se confió; nos dejaron sin nada». Mientras encontraban algo compartieron barraca con el paisano, al que le traían de regalo un pan del pueblo. «De día metíamos los colchones debajo de las camas y por la noche los sacábamos. No había otra».
Maruja tenía en la sangre su inquietud social y ese contacto con el barrio de las barracas fue el principio de una lucha por mejorar las condiciones de vida de la gente que todavía continúa en la actualidad. «Y así hasta que muera».
Entonces no se podía hablar ni hacer nada, así que los movimientos vecinales eran la plataforma perfecta para el activismo social, sindical y político. «Éramos un incordio para el poder». Jaleaba a los vecinos ante cualquier problema y no importaba el tiempo que les llevase porque no paraban hasta conseguir sus propósitos. «Era increíble la solidaridad que había. Si alguien tenía un problema el problema era de todos. EnBarcelona me conocían, sabían que yo era comunista, pero cuando alguien necesitaba mi ayuda allí estaba yo y mis vecinos para ofrecérsela y nunca miraba cómo pensaba o de qué partido era nadie».
Para que pusieran un semáforo en una calle peligrosa estuvo 21 días seguidos cortando el tráfico; por allí no pasaba nadie. «No nos hacían mucho caso, así que en una concentración me tiré al suelo y me tumbé delante de un autobús urbano y la gente empezó a bajarse de las aceras y tumbarse conmigo. Demostramos que no íbamos a parar y en 48 horas el semáforo estaba puesto».
Fue probablemente su movilización más corta porque para conseguir una plaza pública se pasaron 10 años, para evitar que las obras de una vía rápida aislase dos barriadas se manifestron durante 20 hasta impedirlo, para que los recibos del agua potable no cobrase lo mismo al que llenaba piscinas como a la familia sin recursos se movilizaron durante una década contra la compañía, y para im
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