El hombre de los secretos
amador aranda gallardo
Martes, 20 de julio 2021, 11:25
Mi padre nos contó que él nunca tuvo grandes sueños. Mi padre, tan grande como un gigante, nos contó que es más fácil agarrar los sueños pequeños que los grandes, que estos se escapan como el río entre las manos. Mi padre, con su edad arrastrada sin venganzas y su corazón sediento de letras, nos habló de cómo había crecido ansiando sueños pequeños, minúsculos, sueños que cabían en el suspiro de un pensamiento. Y siempre soñó: soñó con trabajar en su pueblo y soñó con casarse con la mujer que quería y soñó con tener tres hijos y soñó con un plato de comida caliente en la mesa.
(Una vez guardé un secreto que me hacía cosquillas en el alma).
Mi padre siempre nos contaba historias de mi tío Miguel, que se fue a Cuba, que tuvo un velero, que viajó a China y que comió con un Emir en el Golfo Pérsico. Mi tío Miguel y él habían soñado juntos, habían planeado viajar por el mundo, habían mirado al futuro mientras los dos recogían aceituna. Ninguno sabía leer, y firmaban con letras aprendidas de memoria. Mi padre nos contó que los sueños sirven para poder seguir viviendo. Mi tío Miguel había cumplido los sueños de mi padre, los más grandes, los que nunca contó a nadie. Mi padre aprendió, gracias a mi tío, que el mundo está lejos y que el mundo también puede estar en la palma de una mano. Por eso un día mi padre tuvo un sueño pequeño: quiso aprender a leer y a escribir.
(Fui a descubrir mis sueños y viajé por el mundo buscando a mí tío. Mi tío Miguel siempre tenía historias increíbles que contar: la vez que se peleó con un oso en el Tíbet, o la de cuando subió en camello entre las pirámides de Egipto).
Mi padre leía las cartas de mi tío Miguel con dificultad, y con la felicidad de quien cumple sueños con solo pensarlos. Postales enviadas desde países tan desconocidos que parecían inventados. Intrigado por las ciudades de las que le hablaba, mi padre quiso vivir la vida de mi tío a través de los libros. Cada carta que llegaba y que lo hacía viajar desde su sillón orejero, se convertía en un libro de la biblioteca que mi padre leía con la ansiedad del que quiere aprenderlo todo. Libros que contaban la historia de Japón, de China, de Chile. Y mi padre soñó otra vez, siempre soñando, soñó en pequeño de nuevo. («Los sueños chiquitos son más fáciles de cumplir», decía). Y con cuarenta años decidió aprender: y aprobó el graduado escolar y aprobó el acceso a la universidad para mayores y empezó a estudiar geografía para conocer el mundo que mi tío estaba viviendo por él.
(Y yo viajé por el mundo. Mi tío me descubrió su mundo y me enseñó sus sueños cuando yo empezaba a buscar los míos. Me enseñó su vida, que era más complicada de lo que esperaba).
Mi tío Miguel era la sombra de mi padre, una figura que él seguía como un gigante entre la muchedumbre. «¿Por qué no vas a visitarlo?», me dijo mi padre. «Vive la vida como él la ha vivido: viaja, descubre, disfruta del mundo como yo no he podido». Y yo hice caso a mi padre. Acabé la universidad y me fui a Nueva York a visitar a mí tío. Los rascacielos cegaron mi vista en el país donde todos los sueños se cumplen. Pero mi tío no era rico, ni vivía en una casa lujosa. Compartía habitación en un piso con diez personas, en los suburbios de Brooklyn. Trabajaba catorce horas, en varios trabajos, y apenas tenía tiempo para nada, mucho menos para viajar. Una compañera de piso mexicana le compraba las postales y se las escribía. Escribía todo lo que le dictaba. Mi tío, el que viajó por el mundo, apenas había salido de su habitación de Nueva York. «Guárdame el secreto –me dijo–. Esconde el fracaso de mis sueños».
(Una vez guardé un secreto en lo más profundo de mi corazón. Pero no me hizo daño. Hay secretos que es necesario guardar para no herir, para no romper corazones soñadores).
Y sin saberlo, mientras yo vivía fuera, mi padre tuvo otro sueño pequeño. Y dejó su trabajo en el campo y empezó a dar clases en el colegio del pueblo, donde pudo enseñar a sus alumnos el mundo a través de los libros y de los mapas. El hombre que no sabía leer, pero que aprendió soñando, empezó a enseñar que los sueños, si son pequeños, son más fáciles de cumplir. Y también comenzó a viajar, con mi madre, en los meses de vacaciones. Primero, viajes pequeños por España. Luego, viajaron por Europa. Y conocieron África y Asia y América, donde ya no estaba mí tío.
Mi tío, cuando se le acabaron los sueños, volvió al pueblo. Caminaba con la cabeza alta, como quien vuelve de una cruel guerra inventada. El hombre que había viajado por todo el mundo, que había conocido a sultanes, volvió a su casa para contar todos sus grandes sueños. Allí se encontró con mi padre, que todavía seguía teniendo sueños pequeños, de los que podía agarrar con las manos. Y además de cumplir sueños, también se hizo más listo y pudo ver en los ojos de mi tío todos sus sueños. Lo agarró de la mano. Mi padre enseñó a leer a mi tío. Le enseñó a vivir a través de los libros. Le habló de ciudades y de pueblos que mi tío desconocía. Y le enseñó que los sueños, si son pequeños, son más fáciles de cumplir. Mi padre y mi tío acabaron sus días paseando por el parque, contando anécdotas de sus vidas pasadas y descubriendo que el hombre, cuando se hace viejo, cuando ya le cuesta caminar y pensar, deja de tener sueños para siempre.
(Una vez guardé un secreto que por las noches me calentaba el corazón).
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