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Relato de verano

El hijo de la cubana

Jaime García-Torres Entrala

Viernes, 2 de agosto 2024, 10:11

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Doña Inés mereció haber muerto de una manera distinguida, pero sufrió un fallecimiento impropio de su condición. El triste episodio aconteció un domingo por la ... mañana a la salida de la iglesia del Perpetuo Socorro, después de escuchar la misa de las nueve. La atropelló un taxi mientras cruzaba la calle y expiró arrojada en la calzada, despojada de cualquier atisbo de elegancia, rodeada de perroflautas, paseantes desocupados y trasnochadores ebrios. La buena mujer caminaba despistada, con el aturdimiento propio de la edad, hurgando en el interior de su bolso y contando las monedas que le quedaban tras haber cumplido debidamente con el cepillo de la iglesia. Comentaron los presentes que doña Inés no se apercibió de la presencia del coche ni escuchó el claxon, y el vehículo la embistió de costado, como un toro mal encarado. La lanzó cinco o seis metros por delante, quedando tendida en el suelo de adoquines y en una postura indigna para una señora de abolengo. Los que la asistieron en los preámbulos del óbito comentaron que no murió en el acto y que, mientras agonizaba, tuvo tiempo de rezar un avemaría y un padrenuestro. Después, tras encomendar su alma a todos los santos, entornó los ojos con un rictus de dolor, pidió a la Virgen de las Angustias por el hijo de la cubana y exhaló. Doña Inés murió sin compostura, con la falda subida por encima de las rodillas y exhibiendo de forma indecente las medias rasgadas por el revolcón. Se fue de este mundo en ayunas, sin ese saborcillo que dejan los churros con chocolate después de escuchar la misa del domingo. Pero, al menos, antes del último suspiro tuvo tiempo de rogar por Fidelito y de hacer las paces con Dios.

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