De Granada a Honduras con la vocación como equipaje
Rubén Vallejo, estudiante de la UGR, participa en un voluntariado con la Fundación Acoes
Leticia M. Cano
Domingo, 7 de septiembre 2025, 00:02
Nunca quiso crearse expectativas. Su único propósito era dejarse sorprender por aquello que encontrara al otro lado del océano. Y lo que menos imaginaba era ... que, apenas 24 horas después de aterrizar, la vida ya le tenía preparados otros planes. No había tenido tiempo ni de deshacer la maleta cuando una camioneta lo esperaba en la puerta para emprender un viaje inesperado. Esta vez viajaría dentro, porque de haber ido en la parte trasera, como ya lo había hecho desde el aeropuerto, las curvas de la carretera, el terreno y su falta de experiencia en aquel lugar lo habrían sacudido hasta el aire.
Rubén Vallejo, granadino de 24 años, estudiaba un máster de profesorado en la Universidad de Granada cuando una oportunidad llamó a su puerta: realizar un voluntariado en Honduras. No dudó. La vocación de enseñar y acompañar lo llevó a cruzar el Atlántico y colaborar con el proyecto educativo de la Fundación Acoes Honduras, gracias a las Ayudas del Centro de Iniciativas de Cooperación al Desarrollo (CICODE) de la UGR. Una decisión que cambiaría no solo su verano, sino también su manera de mirar el mundo.
Llegó el 14 de julio. Creía tener claro su destino, pero nada más pisar suelo hondureño le comunicaron que su camino tomaría un desvío. En lugar de quedarse en la capital, se trasladaría a Tegucigalpa, a una pequeña residencia a un kilómetro de Texiguat, un lugar perdido entre montañas. Al principio no sonó como la mejor noticia, pero cambiaba la capital –donde la violencia de las maras se siente con fuerza– por la vulnerabilidad de una zona olvidada, aunque un poco más segura. Allí, lo esperaban once menores, de entre 15 y 17 años, sin supervisión adulta permanente. Once historias. Once vidas que, sin saberlo, también transformaron la suya.
«Esta es tu casa también, así que siéntete en confianza y libertad de hacer lo que necesites. Bienvenido, Rubén». Esta fue la dedicatoria que encontró a su llegada, escrita sobre un cuadro que guardó junto a su cama, bajo la mosquitera que lo rodeaba cada noche. Era más que un saludo. Era una promesa de familia, un abrazo de bienvenida, un recordatorio de que había llegado al lugar donde realmente lo necesitaban y donde descubrió que él, de otro modo, también los iba a necesitar.
Arte útil
Rubén llevó consigo algo más que ganas de enseñar. Llevó el arte. Pero no ese arte que suele habitar en los museos o que se contempla desde la distancia como algo místico o elitista, sino un arte humilde, tangible, hecho de manos y tierra. El arte útil, el que transforma lo cotidiano y convierte lo sencillo en extraordinario. «Probamos a tallar con diferentes materiales, amasamos barro, escribimos frases que les motivaran, pintamos…», recuerda Rubén con nostalgia. Cada ejercicio era, al mismo tiempo, un juego y una lección: crear, dar sentido a lo creado y descubrir el valor de lo que surgía entre sus dedos.
«Estaban muy solos y necesitaban ciertas referencias adultas», añade. Con su ayuda, fueron llenando de color y significado las paredes de la residencia, dejando en ellas su rastro, sus huellas y su orgullo. No eran solo dibujos o figuras. Era la certeza de que eran capaces, de que algo suyo permanecería allí como testimonio de su paso y de sus ganas de aprender. «Se sentían un poco más importantes», confiesa Rubén, consciente de la humildad que rodeó su día a día.
En esta residencia de Honduras, actualmente, los menores crecen acostumbrados a una vida de responsabilidades tempranas. No tienen adultos que velen constantemente por ellos, sino que aprenden a sostenerse en comunidad. «Solo utilizan el móvil una hora al día», cuenta Rubén. El resto del tiempo lo dedican a limpiar, cocinar, estudiar y, también, a crear. Una rutina que, mientras estuvo Rubén, se convirtió en un espacio propio donde jugar a ser niños en un mundo que les obligó a convertirse en adultos antes de tiempo.
Tras 20 días
Tras pasar 20 días en la residencia, Rubén estuvo cinco días más en Honduras y, de nuevo, viajó a otra zona rural: Marcala, donde pondría fin a su viaje. «Lo más duro de todo ha sido dejar a los chiquillos. Me escribieron cartas que si las vuelvo a leer, lloro», confiesa. De pasar los días encerrado preparándose las oposiciones, emergió un voluntario que descubrió otra vida, otros paisajes y una forma diferente de sobrevivir.
Rubén Vallejo ha traído consigo una mochila llena de aprendizajes con la que seguirá sus investigaciones mientras imparte clase en Madrid. «Me dieron la noticia de que aprobé las oposiciones estando en Honduras», cuenta.
El anuncio llegó entre celebraciones improvisadas de los niños que, sin comprender lo que había conseguido, le sonreían anunciando cariño y complicidad. Vieron cómo la vida cambia con dedicación y esfuerzo, aunque quizás no eran conscientes de que entre aquellas montañas el destino se intuye más difícil de alcanzar. Rubén permanece unido a ellos y sueña con volver, consciente de que, en aquellas montañas donde vivir es un desafío, siempre quedará algo más por aportar.
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