Gaygranada
CRÓNICAS GRANADINAS | TICO MEDINA | CRONISTA OFICIAL DE LA CIUDAD DE GRANADA Y DE LA PROVINCIA
TICO MEDINA
Domingo, 1 de julio 2018, 02:22
O Granada rosa, que sin ser verdad es lo mismo. Granada 'iris' también me vendría bien, pero bueno, vamos a por el tema que desde ... hace tiempo quería escribir. Porque es la verdad. «Yo -decía Lorca- escribo para aquellos que escriben nombre de niña en su almohada».
Con respeto, admiración y con naturalidad escribo esta página. Como hago con las otras que llevo publicando en esta casa desde hace ya no sé cuantos años -a ver si se las pido a Mari Carmen, mi ángel custodio-. La escribo también porque no sé qué habrá sido de mí, a lo largo de toda mi vida -más de ochenta años- sin vosotros. Desde aquella Lola Medina del Sacromonte de hace tantos, tantísimos años, que llevaba en la cintura una duquesa de España. Me dijo saliendo del Alhambra Palace en un cruce de caminos: «La quiero más que a mi vida». Y me lo dijo ante mi propio asombro cuando yo rompía a saber de todo o casi todo en aquella Granada antigua, hermosa, difícil, donde aún no se habían abierto todas las ventanas para los que éramos niños.
Le debo mucho a mi gente del iris. Muchísimo. A todos -no digo a todos y a todas, como ahora se lleva- les debo mucho, buenas entrevistas, tal vez las mejores. Un día, un Nobel me preguntó cuando le vi un San Miguel sobre la chimenea de América: «¿Y?». «Es el patrón de mi ejército, que llevamos más que alfanjes el brillo de los sonetos».
Debo, puedo -ya es hora-, decir su nombre: Vicente Aleixandre. Me dio una buena entrevista en su casa de Madrid, ahora en ruinas, como tantas, por culpa quizá del amianto del olvido...
Si yo pudiera escribir los nombres y apellidos de aquellos de los que tanto aprendí, y que tanto me enseñaron... De Federico el que más, por supuesto. Y lo que sigo aprendiendo. Y del que tan contento estoy, que es uno de los nuestros más queridos y admirados. Cuando le canta Poveda aquello de 'soy naturaleza'.
Un amor como los cinco sentidos. Me viene a colación aquello que alguna vez escuché en mi tiempo: «Oye, que me han dicho que fulano de tal -me vienen a la cabeza no sé cuántos nombres de encerrados en la jaula de su silencio- es de la acera de enfrente».
No me gustaba, y no me gusta incluso hoy, la palabra 'marica'. Mucho menos 'mariquitas'. Son palabras antiguas. No lo había dicho hasta ahora. Truman Capote me lo descubrió aquel día en el fumadero de opio de la palabra que era la casa-estudio-fábrica de Andy Warhol. Me dijo en secreto masticando la coca con una cuchara sopera de plata: «A casi todos nos gustaría morir frente a la Alhambra, llevando de la mano a aquel al que más quisiéramos en ese momento, mucho más en toda la vida...» Mientras, se escuchaba el agua del surtidor. «Manuel. Te quiero aunque no me quieras. Juan». Y el corazón atravesado por una bala. No por un cuchillo, aunque ya saben lo de aquel poeta que escribió. Yo prefiero la cornada, que quema como un cuchillo y mata como una bala.
En su día hacía falta valor para salir a cara abierta. Por fin, ya era hora, hemos pasado del gota a gota a la cascada. He conocido a los más grandes de mi tiempo. Reyes, escritores únicos, pintores excepcionales, cronistas. Santos, porque eran santos, porque mantenían todas las noches un cara a cara con el de arriba, siempre diciéndole lo mismo. Preguntándole. En la historia, en la histeria, ahí están. Siguen estando. Vienen de la noche de los siglos, casi siempre iluminando desde su angustia las cuatro esquinas de su propia vida a veces dolorida, siempre a puerta cerrada. Hasta hoy que lo celebran muchos y otros los siguen callando, aunque algunos rompedores tienen el valor de decirlo en el Congreso, ante el Rey, en la calle, donde ya todo el mundo lo sabe.
Quiero decir en esta crónica de hoy que me han dado mucho. Sí, acepto el chiste aunque no sea cierto. Sus poemas, sus palabras, sus actitudes... Ya no reniegan de sus angustias. Llevan un nombre de hombre tatuado en su brazo, como el exministro más breve de estos días, el de Cultura, ya saben, que se ha borrado un tatuaje con un nombre de hombre escrito.
Siempre, o casi siempre, aprendí de ellos -de vosotros- no sabéis cuánto. Busqué en Nueva York aquello que de niños habíamos aprendido, ocultos, de Walt Whitman, aquel del que dijo Federico: «Adán de sangre con tu barba cuajada de mariposas».
Aquel torero valiente que conocí en el naranjal de Sevilla, que quiso ser fraile en su día y que por fin escapó hasta París con su amante. Aquel parisino pequeño y elegante que iba a verlo torear a la parte más lejana y que luego besaba la herida del diestro.
Pedro Rodríguez, el enorme periodista gallego que me traje de Pontevedra hasta Madrid, donde reinó escribiendo entrevistas insuperables desde González Ruano. Escribía, cuando se nos fue, un libro que se llamaba 'Los procónsules', con todos los que había conocido, los del iris, a lo largo de su vida. Un día nos encontramos en un restaurante asturiano que había en el Madrid de los Austrias. Allí había un letrero que decía: «Aquí comieron de nuestra fabada, un mediodía, Santiago Carrillo y Fraga Iribarne», reunidos por el periodista Pedro Rodríguez.
Miguel de Molina, cantándome toda una noche en Buenos Aires. Ojos verdes, tatuaje, 'apoyao en el quisio de la mancebía', vestido de gala con su rizo sobre la frente y aquel sombrero verde que aún le quedaba. «¡Si vieras, Escolástico... Déjame que te llame como es tu verdadero nombre, que el que tienes ahora no me gusta. Si vieras lo que me hizo sufrir Granada por ser como era aquel día...». Donde le dieron -le dimos- la gran paliza. Y cantaba como nadie cantó la copla. Y cuanto más lejos estaba de España, mejor que la decía.
La Vargas, que tanto amó a nuestro mejor poeta, envuelta en su poncho indio por los pasillos de la Residencia de Estudiantes, me dijo con su eterna voz de tequila en la madrugada: «He amado mucho, y a muchas mujeres, a unas más que a otras. Pero siempre en nuestro propio misterio, en nuestro silencio obligado, de una manera formidable, a veces en tierra de machos como las nuestras, de manera heroica, inconfesable, distinta. Hasta que un día me dije: 'Echo mi verdad por delante y al que le joda, que se joda, que yo debo decir siempre mi verdad que es la verdad de tantas'».
Podría escribir un libro dando las gracias a las que tanto me enseñaron, de las que tanto aprendí, desde el sexo de los saxos hasta el saxo de los sexos. Permítanme la metáfora, que en el fondo es una manera iris de contar las cosas.
Por un lado está el rosa, el color mas íntimo y profundo, el color de la orquídea, oculta. También el verde, en este día a vientos sueltos, el de lo nuestro, el verde que te quiero verde y del que me gusta el de Manzanita, que lo canta con su voz de barrio gitano. Luego el amarillo, que no falte, pero que no sea el del lazo de Torrá, que no sé por qué ha maldecido al color del oro, el de la cornucopia, tan iris con su azogue. El siguiente es el azul, del que siempre recordaré aquel día que, después de llover un rato, se impuso sobre esa casa del Albaicín que frecuentaba a veces, el carmen de las estrellas de un maestro guitarrista al que se le acaba de hacer un homenaje merecido.
Periodistas, alabarderos, 'saltabalates' -como dice un amigo mío-, 'granaínos' míos del silencio, bailaores de la angustia de otro tiempo que llegaban donde hacían los lebrillos de las penumbras y respondían a la pregunta:
-¿Y qué nombre le ponemos, en verde y blanco o en azul que todavía estamos a tiempo...?
Silencio y después...
-Patricio, que es el nombre de mi padre.
Mentira piadosa, embuste enamorado. Cuando en los lebrillos se grababa un nombre para toda la vida. Aquel pintor, formidable, miraba bajo el ala de su sombrero murciélago a los niños de un tirante que después llevaba a sus cuadros -hoy carísimos- vestidos de seda, con turbantes y abalorios, sobre braseros de cobre, donde ardía un puñado de fuego, que era el de su corazón.
Me gusta la Granada mía, la que canto, la que cuento, a la que sufro, a la que quiero, rompiendo las mascaras cuando todo el mundo quería llevar el cartón de los gigantes y los cabezudos, para dar vejigazos.
Los que se vestían de Tarasca frente al espejo grande de la casa en sombras, agentes de la policía secreta con la chapa de su identidad en el bolsillo de la chaqueta, escritores de versos, maestros sin dar la nota, alumnos que lo sabían, detectores de las estrellas nubladas de tantos secretos. Y la ruptura, el estallido, la calle es nuestra, como lo es la vida. Gritando el silencio robado. La niña en la academia que no te quería, por que quería de otra forma.
-No me creo lo que dices, compañero. Dime el nombre de a quien quieres, para partirle la cara en cuanto lo vea por la calle.
-No quiere a otro, quiere a otra...
A veces acudo a mi memoria, que no es otra que la de aquellos de los que tanto aprendí. En su obra, incluso en la jaula gris de su terrible silencio Máximo, el dibujante 'El País', me regalo un día un apunte grande de un periodista dentro de una inmensa jaula, con los hierros de color rosa. Eran otros tiempos.
También eran otros tiempos cuando me enseñó Fidel Castro sus testículos un día que le pregunté mientras pescaba langostas, si era verdad que Batista le había castrado. Y no señor, no estaba castrado.
No sé porque hoy cuento esto. Quizá por fin me decido a escribir mis recuerdos, lo cuento hasta el final y me gustaría mucho contarlo todo, pero todo. A ver si es verdad que esto que tengo dentro es como una piedra en la vesícula. En este caso sería como un cólico nefrítico Medina.
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