Fascinación del agua
maría gloria reinoso ceballos
Sábado, 21 de agosto 2021, 00:10
«No te mires en el agua»
Canción popular
Venía en primera página del periódico: «Mujer desaparecida como consecuencia de la tromba de agua, más de ochenta litros por metro cuadrado, caídos durante menos de veinticuatro horas. La avalancha ha ocasionado, también, multitud de daños materiales». En la siguiente edición ya se daban datos más concretos: «Después de intensa búsqueda efectuada por la Guardia Civil, fue encontrada sin vida la mujer, C.G.G., de unos cuarenta y cinco años de edad, que engulló ayer la corriente del agua; según parece, es vecina y maestra del pueblo. Su cuerpo se ha trasladado al Anatómico Forense de Granada». María leyó detenidamente la noticia: no era posible, ¡tan joven! La última vez que coincidió con Carmen García Gámiz, apenas la reconoció: el pelo teñido de rubio y tan sumamente delgada que sólo esa expresión tan suya –como si permaneciera ausente–, la levedad de su sonrisa y la profundidad de sus ojos, la unieron a la compañera, a la amiga de su infancia.
¿Qué mirabas, Carmen, asomada a la ventana? El agua corría…, quizá en su contemplación emancipabas sentimientos de soledad, ansiedad o tristeza; quizá meditabas a semejanza de tu vida: la velocidad cambiante de una torrentera que corre y se pierde camino de su desembocadura que es el morir; porque es otoño y la melancolía se prende en las hojas, en las ramas de los árboles que arrastra la corriente, y parece que con ellas se desliza también parte de la vida. Quizá el furor de la lluvia arrasaba tus ilusiones. Aclaraba el periódico que te vieron inclinarte como si algo que flotaba te llamara la atención. ¿Qué fuiste a coger, Carmen, que se llevaba la corriente? O buscabas en ella conseguir ese toque mágico imprescindible para vivir: ese amor que voló hacia el espesor grisáceo de las nubes.
Dicen que llevabas una extraña vida: pura, cristalina, durante los meses de invierno, ejemplar maestra en tu día a día; pero con las calores del verano desaparecías en unos largos viajes, acompañada de un hombre casado. Si era verdad, cómo saberlo, si siempre te envolvía ese aire de independencia; ese medio estar, medio evadirte. Te reías con esa media sonrisa tan personal, tan tuya, y achacabas tus dualidades por nacer bajo el signo de Géminis.
Esa tarde-noche de prestancia invernal, más que de otoño, veías subir el agua; seguramente, tras el alféizar, sólo oías el ruido: un rumor en ascenso a la vez que también aumentaba el caudal de un rio encorsetado, al estilo de un canal, de una acequia que te llevaba hacia un tiempo casi olvidado: a un día, un lugar… Paseábamos por las veredas de la vega; tomábamos el sol, como se decía en aquellos tiempos, con nuestras muñecas, un domingo a primera hora de la tarde. Los periódicos, unos días antes, habían dado una noticia espeluznante: «Un niño de dos años había caído a la acequia Gorda». Esa acequia que arranca del Genil y a él retorna, como un Guadiana que ya se oculta bajo asfaltos, ya reaparece para mover molinos, para regar la vega. Los transistores pregonaban la tragedia: sumergido en la corriente del agua, una criatura, casi un bebé, aparecería en los claros de luz; personas ansiosas extendían redes, para capturar a un niño que se le fue a alguien de la mano; lavanderas en los ojos de patio, cantaban:
«Ay, ayayay,
cómo se lo lleva el río...
Ay, ayayay,
cómo se lo lleva el agua…»
A nuestro lado discurría la acequia Gorda. «Mamá, si pasa por aquí el niño, ¿lo podría coger?». «Carmen, al niño ya lo han encontrado». «Pero, ¿si pasara?». «Ya te lo he dicho: por aquí no ha pasado». «Pero, ¿si pasara, mamá, si pasara…?». «Alejaos del cauce, niñas».
Carmen, ¿por qué no te retiraste de la ventana, por qué seguías mirando? Acaso el revuelo rosa de un traje de princesa flotaba sobre al agua...
María recordaba, como si el tiempo no hubiese transcurrido, aquella tarde de domingo. «Si tiro la muñeca, ¿la podré sacar más abajo?». «No la alcanzarías». «¿Y si corriera muy deprisa?». «¿No ves con qué fuerza va el agua? Perderías la muñeca». «Si se atrancara, como aquel palo, sí la podría recoger. ¿Verdad, María, que sí la recuperaría?». «Ni se os ocurra acercaros a la acequia». Aquel domingo, por la tarde, los patios de luz permanecieron silenciosos. Las lavanderas paseaban con sus novios por la Acera del Casino, rumbo a los jardincillos. Por las veredas de la vega, tristes besanas lucían su desnudez mientras una muñeca se alejaba, ante la figura estática de una niña que miraba fascinada.
Los patios interiores han perdido la calidez que le otorgaban los romances. Ahora yacen inanes: sin juegos con aviones de papel que surquen sus espacios constreñidos; sin risas, ni gritos, ni algaradas. Ahora, los niños se extasían frente a la pantalla del ordenador; al aire no lo conmueven coplas sentimentales, únicamente escucha sonidos estridentes de centrifugadoras y batidoras eléctricas. Pero, si por arte de birlibirloque, el tiempo se retrotrayera al ayer, el ambiente de los patios adormecidos se vivificaría al compás que las lavanderas cantan:
«Una noche de verano,
cuando la luna brillaba,
vino su novio a verla
no se hallaba en la ventana.
Que estaba muerta en el río
y el agua se la llevaba.
¡Ay, ayayay,
no te mires en el río!
¡Ay, ayayay!...»
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