Secciones
Servicios
Destacamos
Edición
Granada
Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.
Lunes, 6 de abril 2020, 01:41
Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.
Compartir
La Plaza Mayor de Gor es un rectángulo de 20 por 40. La rodean 15 casas de tres alturas, el Ayuntamiento y, en una esquina, la iglesia, que tiene el portón abierto. Si no fuera por eso y porque al otro lado del rectángulo hay una persiana levantada, sería el centro de un pueblo abandonado, una imagen a la que se va predispuesto después de 50 kilómetros de autovía transitada sólo por camiones y furgonetas de mensajería. A los tres minutos en Gor, un lugar al que el coronavirus no ha llegado pero sumido en el mismo estado de alarma que cualquier otro rincón de España, la vida empieza a hacerse notar. Cantan los pájaros, suenan pisadas y retumba el zumbido de alguna máquina. Es 18 de marzo: acaba de comenzar la cuarentena.
Quien piense que el confinamiento y la higiene son cosa de las grandes ciudades puede ir allí a certificar que la lucha contra el coronavirus no entiende de censos. En este núcleo, el central del municipio ubicado en la comarca de Guadix, hay unos 360 vecinos empadronados, aunque son menos los que viven allí. Dos de ellos son los responsables de ese zumbido, el de un compresor que en la trasera de una camioneta empuja al líquido contenido en un bidón blanco. «Estamos desinfectando», dicen. Uno conduce el vehículo mientras el otro, a pie, baña centímetro por centímetro de la plaza con una mezcla de agua y cloro que deja olor a piscina en un día plomizo con el termómetro a 10 grados. El viento gélido no lo pone fácil y dispersa la mezcla que aplican armados de paciencia.
Al fondo de la plaza suenan los primeros pasos, los del cartero, que se escabulle entre las callejuelas. Pasa por una oficina bancaria, abierta, junto a dos señoras que sacan dinero con su correspondiente mascarilla. Frente a ellas, un hombre espera como único miembro de la cola en el 'súper' de Mari, espera que excepcionalmente se hace en la calle, pese a que no ha amanecido un miércoles apacible.
Crisis del Coronavirus
«Bueno, no vamos mal, vamos bien. Metidos en casa sin salir y ya está. La gente se lo está tomando en serio porque están controlando, la Guardia Civil pasa por las calles», cuenta la dueña del establecimiento. A Mari González no le falta de nada, casi: «Tengo papel higiénico y servilletas. Bueno, no tengo alcohol ni desinfectante, pero hasta ahora bien».
Margarita García vive en Almería, pero está empadronada en Gor, aclara. Tiene una casa a la que vino hace unos días y en la que pasará el estado de alarma: «¿Para qué voy a volver? No, no. Yo me quedo aquí». Sale de la tienda con un rollo de papel de cocina, ha pasado antes por la farmacia y ya vuelve a 'la Triana', que es su calle. Los guantes blancos llaman a la vista entre el chaquetón morado y el pantalón de chándal negro. «Teníamos médico ayer», sigue contando, pero «nos han dado los resultados del análisis por teléfono, porque la cita nos la cancelaron». La prueba ha ido bien, que falta hace alguna buena noticia.
Al fondo de la calle, en otra tienda, un guardia civil aprovecha la ronda por la comarca de Guadix para hacer un par de compras. Por ahora no han tenido que sancionar a nadie. Los vecinos, señala, están perfectamente concienciados de que la mejor forma de espantar a la enfermedad es permanecer en casa. Según las estadísticas del INE, aproximadamente cuatro de cada diez vecinos del municipio –contando al resto de núcleos– tiene más de 65 años. Es, por tanto, una población frágil ante una enfermedad que tiene a los ancianos entre sus grupos de riesgo.
Aunque los agentes ponen buena nota a sus vecinos, otros comentan que el domingo abrió uno de los bares del pueblo, porque el dueño pensaba que el confinamiento empezaba el lunes. Ahora –en la mañana del miércoles– están cerrados. La mayor muestra de la inactividad es que el viento de la DANA ha tirado al suelo sombrillas y sillas en la terraza de uno de ellos, y nadie ha hecho por recogerlas.
La persiana del hogar del pensionista está bajada y por las ventanas se ve una barra de bar que «a saber cuándo abrirá», como comenta otro paisano. A unos metros, en la farmacia, llama la atención una cinta de plástico roja y blanca que marca la distancia a mantener con el boticario. «Y vamos a poner una pantallita también», cuenta José Antonio Jiménez, refiriéndose a esas planchas de metacrilato que colocan un muro invisible entre el cliente y el mostrador. «Aquí no tenemos gel ni mascarillas desde hace dos meses, de vez en cuando mandan alguno y tenemos una lista para ir vendiéndolas», explica, preguntado por los codiciados productos.
De vuelta al centro del pueblo, un vecino tiende la ropa en su balcón. Las camisetas que colorean las fachadas blancas son otra muestra de vida. Otros vuelven a casa con las bolsas de la compra. Son una mujer de mediana edad y un anciano, ambos con la cara cubierta con bufanda y separados a una distancia que vista en otro contexto sería ridícula. La mujer del mayor tiene problemas pulmonares, de ahí el exceso de celo en la conversación. «Estamos haciendo lo justo y necesario», sentencia ella, «ya ves cómo guardamos la distancia, todos somos conscientes de lo grave que es la situación».
El fin de semana vino gente «de vacaciones, como si no pasara nada. Les dan vacaciones en Madrid o en Murcia y se piensan que vienen aquí a pasar 15 días tranquilamente, sin tener la conciencia de que no hay que pasar las vacaciones, que quien sale es para trabajar», opina Mari Sánchez. Hasta los niños que el sábado jugaban en la plaza desaparecieron como de un momento a otro, añade.
Bromea con que una amiga de Baúl advierte de que si alguien de fuera se presenta en el pueblo deberá «atenerse a las consecuencias». Ríe, habla de buen humor, pero lanza un mensaje de responsabilidad: «Hay gente mayor cogida con pinzas y que vengan otros porque han dado vacaciones a los niños... Más que me gusta a mí la calle no le gusta a nadie, pero hay que aguantarse».
Una feligresa sale de una iglesia sin gota de agua bendita ni respuesta del confesor tras la celosía. Sólo el eco respondería al 'Ave María Purísima'. En la calle quedan los fumigadores y un albañil encaramado a un andamio. El coronavirus no ha llegado a Gor.
La ruta hacia Gor transcurre por 50 kilómetros de autovía y luego por una carretera en la que sólo cabe un vehículo –aunque parece ensancharse en cuanto dos se cruzan–. Por el camino, tan sólo un par de coches particulares, dos vehículos del ejército y un buen puñado de furgonetas y camiones. Las pantallas de la DGT avisan de que ante el estado de alarma por el coronavirus sólo se puede viajar si hay motivos justificados. A la entrada de Darro, un control con dos vehículos de la Guardia Civil y otros tantos agentes lo recuerda a los conductores. Incluso aunque tienen justificante y llevan mascarilla, reprenden a los dos ocupantes de un vehículo: «La mascarilla no sirve para nada si vais dos en un coche».
Al menos, científicamente, porque está clavado en las cabezas de los vecinos, obedientes y escrupulosos en la higiene. Se deja notar en el olor a cloro. En la estirada cola del supermercado o en los guantes con los que Mari coloca el tabaco y las bolsas de pasta. En las sillas abandonadas del bar. O en la decena de carteles a las puertas del Ayuntamiento y en la residencia. En la presencia constante de la Guardia Civil.
Cuando la camioneta se acerca a su casa, el único vecino de la plaza que tiene recogida la persiana de lamas y cordón sale al balcón a grabar. Así es la vida en un pueblo en estado de alarma.
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.