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Relatos de verano

Entrañable recuerdo

inmaculada linares sillero

Viernes, 13 de agosto 2021, 01:26

Llevaba tiempo percibiendo avisos de que la Navidad estaba cerca, como: la colocación de las luces en las calles; los kilos de mantecados, mazapanes y roscos de anís en los supermercados, e incluso tener sobre la mesa de la cocina el catálogo de juguetes del 'Corte Inglés'. Pero el aviso de estar oficialmente en Navidad siempre he considerado que es la retransmisión en directo del sorteo de la lotería, con los característicos cánticos de los números por los niños y niñas del colegio de San Ildefonso.

Aquel 22 de diciembre llevaba apenas unos días trabajando como auxiliar en la residencia de ancianos «Campiña de Viñuela». Mi compañera Mayte y yo llevábamos toda la mañana decorando la sala de estar con espumillón, bolas y cintas de colores, e incluso en una de las repisas colocamos un pequeño nacimiento de goma 'Eva' que los ancianos habían elaborado en el taller de manualidades.

Los residentes que ocupaban la estancia estaban pendientes de la televisión, boleto en mano, con la esperanza de ser tocados con la varita de la fortuna y poder ver cumplidos sus sueños. «¡¡Treinta y un mil doscientoooos noveeentaaaa!!», canta uno de los niños al lado del gigantesco bombo. «¡¡¡Cuatro cientos miiiillllll eeeuroooossss!!!», contesta el otro.

Mayte, ¡el gordo! ¡Han cantado el gordo! –grité a mi amiga, dejando lo que estaba haciendo y prestando máxima atención a la tele. ¿Dónde habrá caído este año? –curioseé.

Mi amiga se encogió de hombros como única respuesta y continuó con su trabajo. Estaba claro que sabía que no era ella una de las afortunadas. Pasados unos minutos y con máxima tranquilidad y calma, como si fuese lo más normal del mundo, mi compañera me pidió que una de las cajas de las que habíamos sacado los adornos navideños la colocase sobre la mesa central de la habitación.

¿Para qué? –pregunté sin entender. ¿Qué hace la caja ahí en medio? –repetí ante el silencio de mi compañera.

Espera un momento y lo entenderás –comentó.

Sin tener ni idea de a qué se refería, acaté la orden y esperé. Pasado un tiempo, que no sabría determinar cuánto, un anciano ayudado por su bastón entró en la habitación. Elegantemente vestido con traje, corbata y pañuelo a juego en el bolsillo, se acercó a cada uno de los que ocupábamos la estancia y nos dio un billete de cien euros. Quedé perpleja ante la generosidad del anciano, sin saber qué decir. Observaba el comportamiento que los demás tenían con él: unos le sonreían con amabilidad al coger el dinero que les ofrecía; con otros charlaba durante unos segundos y con un apretón de manos daban por zanjada la conversación. Se acercó a mí e hizo lo mismo. Con cara de asombro, recibí el billete que me alargó el anciano. No entendía nada. Todo era bastante extraño. Cuando el hombre se aseguró de que todos habíamos recibido nuestro premio, salió de la habitación. Llevada por la curiosidad, le seguí y, desde el quicio de la puerta, vi cómo ofrecía dinero a todo aquél que se cruzaba en su camino. Miré a mi amiga con cara de pasmo, pidiéndole una explicación a tan bárbaro acontecimiento. Mayte me observaba, tragándose la risa, al comprender mi estupefacción. Lo que yo no sabía es que la sorpresa no había terminado. En la sala fueron entrando las personas a las que el anciano había dado dinero y lo fueron depositando en la caja que mi compañera me había pedido que colocase en la mesa central. Sin dar crédito, ni comprender nada, lo que llamó increíblemente mi atención fue que todos al hacerlo llevaban una inmensa sonrisa dibujada en el rostro.

¿Me vas a decir qué pasa? pregunté, sin poder aguantar por más tiempo.

Ese hombre es Don Anselmo –comenzó su explicación–. Ha sido uno de los empresarios más influyentes del siglo pasado. Se dice que todo el mundo quería trabajar en sus fábricas por lo bien tratados que eran los operarios, tanto económicamente como en el trato. Una Navidad de los años 50, le tocó la lotería. Nada menos que dos millones de las antiguas pesetas, figúrate la fortuna que significaba ese dinero en aquellos años. Él no lo necesitaba, ya que su economía era fluida, por lo que el dinero del premio lo repartió entre sus trabajadores. Aseguraba que el mejor premio para él era ver la cara de felicidad de sus empleados al recibir el dinero y saber que esa navidad sus hijos podrían tener regalos en Reyes y una buena cena en Nochebuena.

Ahora tiene ochenta y cuatro años y padece alzhéimer. Cada Navidad, al oír el sorteo de la lotería, reparte su dinero entre los que para él siguen siendo sus empleados, a los que continúa ayudando según su cabeza enferma. Los residentes saben el caso y devuelven el dinero, que regresa a las arcas de Don Anselmo. Sabemos que es feliz de ese modo y nos resultaría realmente doloroso quitarle ese momento de ilusión que el hombre vive al repartir su dinero.

Con lágrimas en los ojos, miré al anciano, que volvía sobre sus pasos, y al pasar ante mí me alargó un nuevo billete. Con la voz entrecortada por la emoción, contesté un imperceptible «¡Gracias!». Nuestras miradas se cruzaron; su mirada era limpia y serena, transmitía paz y cariño. Alargó su mano y, con suma delicadeza, limpió las lágrimas que corrían por mis mejillas y continuó su camino repartiendo ilusión y esperanza, como había hecho años atrás. Imitando a los demás, dejé el dinero en la caja para que le fuese devuelto y, sobrepasándome la emoción, me dejé caer sobre una de las sillas y lloré.

Han pasado los años y recuerdo con especial cariño a aquel anciano que consiguió hacerme ver que el dinero no lo es todo y que la ilusión compartida se convierte en absoluta felicidad.

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