La ensaimada
esteban torres sAGRa
Lunes, 19 de julio 2021
Lo primero fue pensar en mis hijos, en los tres de golpe; y, luego, no sé por qué, en un pozo seco donde me metieron atada a una soga cuando niña para recoger objetos y sacarlos de allí metidos en una espuerta de goma. También me vino a las mientes una imagen de una cueva de Mallorca que se puede visitar en una barca e, imagino, debe gratificar mucho el alma urbanita de alguien que, como yo, no ha salido jamás de la Península. Luego medité en el tiempo como entelequia y me propuse formular una ecuación que permitiese calcular lo que ya no viviría, pero soy de letras y, en su lugar, me salió un poema con el que gané unas justas literarias.
Y me sentí sola, pero sola sola, como quienes fracasan tras haber sido advertidas del fracaso. Como una montaña con nieve a la que no va nadie.
Al oír el diagnóstico no presté atención a las palabras. Solo estuve pendiente del rictus del especialista: varón caucásico de cuarenta y pocos; barba rala, bata con lamparones y lenguaje ininteligible a pesar de sus esfuerzos.
Confirmó mis peores presagios: tumor de ovarios. Pura estadística y consecuencia de nuestra estupidez o, llamémoslo, confort: precio que pagamos por subirnos a un artilugio con ruedas y llegar en tres horas a la playa; por calentarnos sin leña en un piso del extrarradio; por la comodidad del microondas cada mediodía con la comida plastificada, como si sus radiaciones de mierda no envenenaran nuestras células inermes a cambio.
A alguien le toca cada día, a miles de 'álguienes' les toca cada día. Y se sienten como yo ahora, y piensan en un pozo, en sus tres hijos, o en menos si tienen menos, en la cueva de Mallorca o en las palabras caucásicas de un doctor sin empatía.
Salí como una centella a beberme el sol y el aire, aunque fuese en los jardines del hospital. A ladrar como una perra moribunda a la que vuelven a apalear cuando se recupera. El mundo era nuevo y la luz distinta. Los poros me escocían como si me hubiesen restregado ortigas. Me tumbé sobre el césped. Cerré los ojos. Así debieron pasar varios minutos hasta que un guarda se atrevió a interrumpir mi serenidad y me invitó desalojar la hierba.
Al marcharme volví la cabeza, desde lejos, y grité con todas mis fuerzas:
–¡Tengo cáncer, cabrón!
Me comí la sopa sin entusiasmo hasta que otra lágrima, también de sopa, cayó en el plato. Le conté el gran secreto a los míos y nos abrazamos sin saber qué hacer o qué decir. Aquello que me empapaba los músculos era miedo, miedo puro sin adulterar.
Me acosté en la cama después. Bebí un poco de agua de un vaso medio vacío. Cuando desperté, recuerdo haber soñado con un pozo limpio y muchas estalactitas, o algo así. Nunca me he acordado de lo que sueño y, ahora, con el cáncer, no iba a ser distinto.
Al levantarme, bebí un poco más del vaso medio lleno. Sonreí estúpidamente cuando me vi reflejada en la luna del armario. Hice muecas por ver la cara que se me iría quedando con el tiempo. Pero luego, desde mi interior, algo etéreo removió mis entrañas y me cambió el ánimo: si me sentía igual que ayer, ¿a qué venía tanto derrotismo? ¿Sólo por unos análisis y la interpretación de un médico sin don de gentes? ¡Vamos, mujer…! Me sacudí el miedo como un perro se libera el agua tras salir de un río.
En la ducha, entoné una melodía de Ramazzoti y me despedí de mi vello púbico después de cuarenta años. En el salón había cónclave y me miraron como si no me hubiesen visto nunca. Antes de dejarles decir nada, les pedí que me escuchasen en silencio:
–Queridos hijos: soy la misma que esta mañana os preparó el desayuno y luego refunfuñó porque ninguno quitasteis las tazas; la misma que ayer os castigaba sin 'play' hasta el fin de semana por haber bajado las notas. La misma madre gruñona y cariñosa que se desvive por vosotros siempre. No ha cambiado nada. Viviré lo que tenga que vivir, eso no lo decide nadie. Os prometo luchar para vencer, ya conocéis que no me gusta perder ni a la brisca. Y ahora, id a vuestras habitaciones a seguir con vuestras vidas. Igual que yo pienso hacer.
Después le cogí la mano a Miguel y le dije:
–También soy la mujer que te sigue amando. No quiero que nada nos prive de vivir. Quizás esto nos sirva para darnos cuenta del tiempo que perdemos en cosas fútiles y en preocuparnos de naderías. Te prometo que no me rendiré, y no tanto por mí como por vosotros. Te quiero, amor mío.
Parecía que hubiese limpiado un cristal que llevaba demasiado tiempo empañado.
Los siguientes meses fueron, paradójicamente, los mejores y los peores de mi vida. Le puse unos gramos extras de entusiasmo a todo. Disfruté de las nimiedades porque comprendí que ellas sostienen la felicidad diaria y que no hay que esperar grandes efemérides para festejar las cosas. Y los peores, sobre todo por los efectos de la quimio…, aunque siempre he intentado sobreponerme a ellos con voluntad de superación y una sonrisa.
Hoy me dicen si sí o si no, tras los ciclos. El hemólogo es un chico joven, hispano, con cara de no entender la trascendencia de sus palabras. Le pregunto por el otro médico y se encoge de hombros sin saber. No necesito escuchar lo que dice. Por su gesto intuyo las buenas noticias. De momento parece que voy ganando. Lo primero que pienso es en mis tres hijos, en los tres de golpe; y, no sé por qué, en el pozo de mi infancia lleno de agua cristalina.
Al salir de la consulta no puedo esperar más y llamo. Una señorita con voz dulce me responde:
–Agencia de viajes 'La Ensaimada', ¿qué desea…?
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