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Sagan, junto a Kristoff.
Sagan se queda con la casa de Cancellara
16º etapa

Sagan se queda con la casa de Cancellara

El eslovaco y Tony Martin, enemigos del suizo, le amargan el homenaje en su ciudad, Berna

J. Gómez Peña

Lunes, 18 de julio 2016, 01:33

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Fabian Cancellara, la estrella del rock del pelotón ciclista, ha coleccionado títulos y se ha ganado enemigos. Rivales con cuentas pendientes. El Tour le había preparado la etapa a su medida. Terminaba en su casa, en Berna, tras subir un tramo adoquinado, el eco de sus victorias sobre el pavés de la París-Roubaix y el Tour de Flandes. La Grande Boucle tiene buena memoria: siempre recuerda a sus mitos. Con Cancellara, que se retira al final de esta temporada, no ha querido esperar. Homenaje en vida. En Berna, la ciudad de los osos. La fuerza bruta de Spartacus. Que suene la música.

Todo, decorado y protagonista, estaba listo para la ceremonia triunfal del clasicómano suizo cuando a la fiesta se presentaron sus peores enemigos: Tony Martin, el que le apartó el oro en los mundiales de contrarreloj; Peter Sagan, la nueva estrella del rock ciclista, y el calor, un elemento extraño en Berna. Entre los tres le aguaron el homenaje. Martin se exhibió en una fuga extraordinaria. Sagan se llevó la etapa al sprint por un suspiro sobre Kristoff. Sumó su tercer triunfo en Berna. A dos pasos de la casa de Cancellara, que quiso estar a esa altura y terminó sexto. Y, encima, el mercurio superó los 30 grados en una ciudad medieval donde la temperatura media en julio es de 17. En la meta, Cancellara no lucía su mejor cara. No me gusta el calor, protestó. Tampoco le cae bien Martin, el que le quitó los focos. Ni traga a Sagan, el que se quedó con sus clásicas y su casa en Berna. Cancellara chafado. Compuesto y sin fiesta.

La larga etapa suiza de este Tour, previa a la segunda jornada de descanso, empezó en Moirans en Montagne, un pueblo francés. Eso ponía el libro de ruta. En realidad, todo venía de más lejos, de Guijuelo, de la Vuelta a España de 2013. Aquel día, Tony Martin hizo algo que ya no se hace: escaparse en solitario desde la salida camino de Cáceres. Desde Guijuelo y con sus dos mejores jamones, la dos piernas más poderosas del pelotón. Pata negra. Pateó a gusto la dehesa extremeña. El mejor alimento para el jamón. Y así, solo contra todos y ante el asombro del público, se metió en las calles de Cáceres. Detrás, desesperado, tiraba Cancellara, el rival al que Martin había destronado como mejor contrarrelojista del mundo. Más que para ganar, el suizo pedaleaba para que perdiera Martin. Y lo logró: arrastró al danés Morkov, que aprovechó el regalo del suizo y ejecutó al pobre Martin a diez metros de la meta. Martin no ha olvidado aquella tarde en el matadero.

Y como el Tour se había decorado para la fiesta de Cancellara en Berna, Martin levantó la mano. No estaba de acuerdo. Le pasó la cuenta. Y se fugó con su compañero Alaphilippe a rueda. Dos. Pero no eran un dúo. Alaphilippe, joven talento francés, se metió voluntario en una sala de tortura. Seguir a Martin significa dolor. Apenas pudo darle relevos. El alemán, locomotora impasible, pedalea como si estuviera en un gimnasio. Halterofilia sobre pedales. Ochenta kilos de músculo acerado. El colibrí francés se hacía cruces. Detrás, el Trek de Cancellara y el Dimension Data de Cavendish y Boasson Hagen, les perseguían. Todo el pelotón sudaba el calor suizo. En Berna la temperatura media anual es de ocho grados. La de enero, de menos uno. Pues parecía Extremadura. Alaphilippe sucumbió primero. Se le fueron las piernas y hasta la vocación de ser ciclista. No pudo ni seguir luego al pelotón. Martin, inpertérrito, cayó a 22 kilómetros de Berna. Su trabajo ya estaba hecho. Cuenta saldada: se había quedado con las imágenes del día. La gesta era suya. Turno para su aliado ocasional: Sagan.

A Cancellara le quedaba la etapa. Berna, la ciudad medieval subida a un meandro del río Aar, esperaba con sus calles adoquinadas. Con los pórticos donde Albert Einstein imaginó la teoría de la relatividad. Con la Torre del Reloj, el símbolo de la ciudad y de la puntualidad suiza. Cuentan que sólo ha fallado una vez en cinco siglos. Suiza es un país exacto. Hubo ciclistas, como Rui Costa, que quisieron llegar primero a la fiesta. No les dejaron. Impuntuales. Berna es vieja y bella, de calles que serpetean, suben y bajan. De pavés. El Giant quiso lanzar a Degenkolb, pero impulsó al que suele colocarse mejor, Peter Sagan, vestido de verde y maillot arcoíris. De Berna es, pese a que nunca tuvo la nacionalidad suiza, el pintor Paul Klee. De él es la teoría del color. De Sagan, todos los colores del ciclismo. Maillot verde y arcoíris.

Cancellara, colocado a su rueda, iba dando el máximo. Era su calle, la Bollingenstrasse -peculiar nombre-. Su ciudad. Su último Tour. Su fiesta. Quería ganar, confesó. Pero ya ha pasado su tiempo. El reloj es imbatible. Implacable. Spartacus ya no es el gran gladiador en la arena del Tour. Lo sabe desde hace tiempo, desde que un chaval eslovaco e insolente empezó a faltarle al respeto. Cancellara le abroncó en público, trató de amedrentarle. Sagan nunca le ha agachado la mirada. Al revés. Ganó el último campeonato del mundo y, esta primavera, el Tour de Flandes. No dejó que el suizo sumara su cuarto triunfo en la gran carrera belga, el templo de los adoquines. Le quitó ese trozo de historia. En Berna, Sagan tampoco tuvo piedad. Notó que Cancellara era la sombra que le seguía. Escuchó su fatiga, su vejez. Se despreocupó de él y se ocupó de Kristoff, al que adelantó con un golpe de riñón. Entró el primero en la casa de Cancellara, cerró la puerta y cogió el relevo del suizo. Se acabó la fiesta.

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