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Relatos de verano

Cuentas pendientes

manuel montesinos moreno

Domingo, 8 de agosto 2021, 00:54

Una polvareda se levanta de pronto como si alguien, un niño muerto por ejemplo, hubiera derrapado para atrapar una pelota. Un columpio chirría y se balancea solo. Una bicicleta abandonada en el camino que lleva al cementerio volcada, como si otro niño se hubiera caído, o le hubiera atropellado un coche. La rueda gira sin parar y el clac clac del radio partido tropieza machaconamente con la cadena; pero no hay nadie, no se oyen gritos pidiendo ayuda. No hay sangre ni restos de piel de rodillas o codos sobre el asfalto. Tampoco huellas de un frenazo. Y vuelven los ecos de los niños que llaman a sus padres y voces de adultos que llaman... ¿a sus hijos muertos?

Miren ve todas esas escenas en la profundidad del espejo del baño grande de la casa. Tiene dos lavabos y debajo cajones con toallas y potingues de maquillaje. También está ahí el botiquín. Su abuela siempre dice que se puede saber mucho de una persona si miras en su botiquín.

Miren cierra el grifo y ancla su mente en el agua del lavabo. Lleva la imagen de su abuela a una esquina del baño y limpia el vaho del espejo para hacer desaparecer a todos esos niños del parque y sus ecos y los gritos de los adultos llamando. ¿A quién? Están muertos, pero sus padres van al parque y gritan sus nombres: «¡Camila no corras!», «¡Vicente, hijo, no hagas el bestia!», «¡Miren! –también ve a su madre por allí–, ¿pero qué es lo que has hecho?». Sangra, esta vez ese cabrón le ha roto la nariz.

Miren, con los ojos muy abiertos, coge el secador y se dispara en la sien. Los tres mil watios del motor lanzan con gran potencia una ráfaga de aire seco y abrasador. El impacto no le levanta la tapa de los sesos, pero le arremolina el cabello y aleja de su mente todas esas imágenes. Da un paso atrás y se apunta al centro de los ojos. «Ahí no fallas –se dice mirando al espejo–, si tienes huevos a disparar, te vas al otro barrio en un abrir y cerrar de ojos».

Su abuela no para quieta, la mira disgustada, está a punto de sermonearla. Una niña de su edad no debe decir huevos o joder; pero le sale así, sin pensarlo. Es lo que ha visto siempre. Han sido las reglas del juego. Primero, insultas: joder, puta, zorra…; luego, la hostia, la nariz rota, la patada, o el disparo. Lo ha dicho todo muy bajito, para que ella no lo oiga, aunque lo que le apetece es hacerlo como él lo hacía, gritando, aullando: ¡zorra! ¡puta!

La abuela la observa. Está molesta por esa lengua que habría que lavar bien fuerte con jabón, pero Miren le aparta la mirada y enfunda para desenfundar aún más rápido. Esta vez se acerca la embocadura de siete milímetros a la nuca y vuelve a dispararse; pero nada, sobrevive. Se mantiene firme ante ese vendaval de iones y mientras se dispara deja de ver columpios, niños muertos o voces.

Alguien intenta abrir la puerta del baño, el pomo gira a un lado y a otro. Miren ha echado el pestillo para que no la sorprendan. No quiere que le arrebaten esos minutos. Es una manera de sentirse atada a este mundo, o quizás, como le repite la abuela, tenga cuentas pendientes y por eso Miren, como ella, no abandona del todo la casa.

Los niños aparecen de nuevo por un lado del espejo y Miren deduce que salen del cementerio que está al lado del parque para jugar con el columpio, y que por eso chirría, o con la pelota, y por eso tanta polvareda, y cuando todo es oscuridad los padres aparecen para recoger sus cuerpos, como en la guerra.

La abuela le ha contado que los cadáveres sólo se recogían bien entrada la noche. Si te mataban al amanecer, tu cuerpo podía estar horas expuesto al sol, un sol que quemaba la piel muerta y cuando los recogían parecían de cuero de secos que estaban. Vacíos, picoteados por las aves o mordidos por los animales, sin nada dentro, ni siquiera el alma.

Su abuela ya se lo ha dicho mil veces: «Es lo que hay, Miren, una mañana ya no te levantas y te das cuenta de que nada va a cambiar, que vas a ser así durante el resto de tu no vida». Como le sucedió a ella. Un día, la abuela decidió que no se iría de casa ni muerta, se sentó en una silla en el centro del patio y les dijo a todos que de allí no la sacaba nadie ni con los pies por delante.

Cuando pasó lo que tenía que pasar, lo de la abuela, lo que todos esperaban porque era cuestión de días, según el doctor (no lo otro, lo de Miren; eso, aunque pasó, no debía haber sucedido y nadie lo esperaba), pues cuando pasó lo que tenía que pasar y la abuela murió, pintaron toda la casa, también el patio, por higiene y porque si la abuela decidía, como dijo, no irse del todo, que se encontrara cómoda. No tiraron ninguno de sus enseres y muy pronto se acostumbraron a su presencia.

Al principio, todos se estremecían al imaginar que nunca moriría del todo y pasaría las noches por los pasillos registrando los cajones.

El padre de Miren no creía en nada de eso, pero bien que escondió la pistola. Primero, debajo de las toallas, pero la abuela la encontró, y luego el padre la escondió en el botiquín del baño, donde la encontró Miren, que se disparó en la sien porque no tuvo huevos para disparar a su padre.

Cómo no va a tener cuentas pendientes, por eso sale del espejo y deambula por la casa como su abuela y entra en el baño cada noche donde aún hay salpicaduras de su sangre que la abuela intenta quitar todos los días.

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