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Donde Cristo regaló su zapato
La Autovía de la Costa Tropical es una de las mejores cosas que nos han pasado a los granadinos, pero su rápido trazado conlleva un efecto colateral: olvidar que las carreteras secundarias también existen. Por ejemplo, las que nos conducen al Valle de Lecrín, una de las comarcas más exuberantes de Granada
JESÚS LENS
GRANADA
Viernes, 10 de agosto 2018, 01:08
Viajamos con María Isabel Díaz Mingorance en calidad de cicerone. Es de Pinos del Valle y, aunque ahora vive en Vegas del Genil, vuelve a su pueblo siempre que puede. Por eso, cuando se entera de que queremos conocer el Valle, se ofrece a guiarnos. Y lo hace con una pasión arrebatadora.
Nuestra primera parada es Melegís, donde se encuentran una fuente y un lavadero extraordinariamente bien conservados, alimentados por la acequia de los Arcos. A destacar su magnífica techumbre, de madera de álamo, y la decoración con platos en la pared, una costumbre de origen bastetano con más de 2.500 años de antigüedad.
Fuentes y lavaderos nos retrotraen a un tiempo pasado en el que determinadas tareas manuales se hacían en común, lo que favorecía la comunicación y el sentido de pertenencia a la comunidad.
Beber agua de una fuente alimentada por una acequia milenaria de origen romano conecta al visitante con una larga estirpe de viajeros que han saciado su sed en ese mismo lugar, desde tiempos inmemoriales. Actividades sencillas cargadas de significado.
Un poco más allá se encuentra el conocido como Mirador de los Emigrantes, una sorprendente instalación escultórica creada por Elena de Vicente en 2005. Las vistas del Valle resultan majestuosas, con el pantano de Béznar en el centro y los bancales de limoneros, olivos y naranjos vistiendo de verde un paisaje salpicado de trazos blancos: los pueblos de Restábal o Pinos del Valle.
Pero lo que le aporta su singularidad a ese Mirador son las grandes esculturas de sillones, sillas de anea y divanes, representando la placentera sensación de volver a casa. También hay maletas, teteras, pagodas y hasta un pequeño dragón. El viaje, de ida y vuelta, bellamente esculpido en un lugar cargado de magia y creatividad.
Llegados a ese punto era obligatorio hacer un alto en el camino. Y Los Naranjos es el lugar indicado. Se trata de uno de los restaurantes clásicos de la zona y en su terraza se disfruta de un fresco embriagador. Su plato más reconocido: el remojón de naranja, en temporada, con todo el sabor y el aroma del Valle.
Arribamos a Pinos y María Isabel nos lo va contando todo sobre un pueblo con dos barrios, el alto y el bajo. Visitamos su Lavadero, en la parte alta, junto a un manantial con placa legendaria: «Viejas leyendas cuentan que en tiempos moros, en este mismo lugar, venían a verse en secreto dos jóvenes enamorados. Él, gallardo caballero cristiano, y ella, bella princesa mora. Enteradas ambas familias, los quisieron para siempre separar, mas ellos una noche, decidieron juntos escapar... Quedaron aquí, donde siempre. Y bajo la luna llena se juraron amor puro y eterno; el cual, al sellarse con un beso... hizo brotar este hermoso manantial».
Seguimos camino, cruzamos bajo el puente del Acueducto y nos acercamos a otro resabio de la poderosa red de regadíos, origen de este vergel: el Caz de Zazas. Y ya bien hidratados, cuando empieza a refrescar, afrontamos el (pen)último desafío del día. María Isabel coge la garrota, Carolina se aprieta los cordones de las zapatillas e iniciamos la subida a la montaña. Objetivo: llegar a... ¿donde Cristo perdió el zapato?
El ascenso hasta la ermita Cristo del Zapato, situada en lo más alto del Cerro Chinchirilla, es un gustazo. Transcurre bajo la sombra de los pinos y entre el rumor del viento. Con cada vuelta y revuelta del camino, las perspectivas del Valle van ganando en amplitud y grandeza. Se trata de un ascenso sostenido que, dependiendo de la condición física de cada uno, llevará entre media a una hora.
La recompensa, arriba. Por las vistas, por supuesto. Y por la contemplación de... una tabla: el Cristo del Zapato que se guarda en la ermita ¡es un cuadro! La talla está abajo, en la Ermita de San Sebastián. La veremos un rato después, con Jesús flanqueado por San Sebastián y un San Roque... cuyo perro tiene rabo, advertimos.
La leyenda
Arriba disfrutamos de la pintura de un Cristo descalzado de un pie, cuyo zapato se encuentra sobre el cáliz. Cuenta la historia que los fieles de este Cristo hicieron una colecta para comprarle unos zapatos de oro, en recompensa por los muchos favores recibidos. Una mujer viuda, madre de varias criaturas hambrientas, oraba a los pies del Cristo, pidiéndole ayuda y socorro para poder alimentar a sus vástagos. El Señor escuchó su súplica y se quitó uno de los áureos zapatos. Lo depositó sobre el cáliz y, de inmediato, todos los fieles intentaron cogerlo. Pero no hubo manera. Como si de la espada Excalibur clavada en piedra se tratara, nadie pudo separar el zapato del cáliz. Hasta que lo intentó la pobre viuda, con tan buena fortuna que todos entendieron el mensaje: Cristo no quería zapatos de oro. Prefería que la riqueza de la comunidad sirviera para socorrer a los más necesitados. De ahí que, más que donde Cristo perdió el zapato, nos encontremos donde se lo regaló a quien mejor uso le iba a dar.
La noche nos descubre en la terraza del Venecia, el bar por antonomasia de Pinos, con su gran palmera en el centro de la terraza. Mi Cuate Pepe ha comprado unos torreznos en la Carnicería David, una de esas tiendas como las de antes, en las que te invitan a probar sus chacinas caseras y donde te venden sus propios, frescos y exquisitos productos de la huerta.
Allí charlamos con Plácido, encargado de voltear la bandera dentro de unos días, en las fiestas populares de Pinos. Una bandera azul, blanca y roja... pero que no es la francesa, nos advierte. ¿Se tratará de la divisa original de un antiguo condado del Valle, perdido en las brumas del tiempo? Quién sabe...
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