Una cerveza con 'espeluznaos' de tapa
La playa de Los Yesos pertenece a Sorvilán y está en plena carretera nacional, después de pasar La Mamola
ANDRÉS CÁRDENAS
Lunes, 11 de agosto 2014, 01:00
El cerebro humano es capaz de recordarte que se te olvida algo, pero el muy cabrón no te dice el qué. Salí de casa el ... pasado martes con la sensación de que se me olvidaba algo. Antes, cuando era joven, no me importaba si se me dejaba algo olvidado porque todo lo importante lo tenía en mis ganas de vivir. Luego, después de casarme, antes de salir de casa comprobaba si llevaba la cartera, las llaves y el tabaco. Luego, más tarde, fue la cartera, las llaves, el tabaco y el móvil. Después la cartera, las llaves, el tabaco, el móvil y las pastillas para el ardor. Así hasta llegar ahora, donde he hecho una lista de casi diez productos imprescindibles para andar por la vida, que empieza por la cartera y acaba con el sombrero, pues me he dado cuenta de que el sol acostumbra a concentrarse en mi nariz y me la pone como un pimiento morrón. Conforme envejecemos vamos llenando nuestras vidas de utensilios y cosas que sin ellas no seríamos ya capaces de pasar un buen día, pues siempre aparece el recuerdo de su falta.
Bueno, pues como digo, decido ir a la playa de Los Yesos (que es la que me toca) con la cabeza dándole vueltas como una hormigonera por si se me ha olvidado algo. Echo mano a la mariconera y veo que va todo lo necesario: las llaves, el móvil, la cartera, la libreta, el bolígrafo, la máquina de retratar, las pastillas para el ardor. También tengo mis ganas de hacer una buena crónica. Seguro que lo que se me olvida no es tan importante, concluyo cuando arranco el coche.
Los dos bares
La playa de Los Yesos pertenece a Sorvilán y está en plena carretera nacional, después de pasar La Mamola. He pensado que después de hacer la correspondiente crónica me puedo dar un chapuzón en el agua. Pero eso será después de comer. Pensaba llegar antes, pero me ha entretenido un asunto que tenía que resolver en Motril. Nada serio: tenía que echar la primitiva y me paró un viejo amigo que también es periodista. Ya saben, se juntan dos periodistas, comienzan a contarse batallitas y terminan en el bar de la esquina.
Hablando de bares, en Los Yesos hay dos que están en la misma carretera. Uno es el Miramar y el otro Las Palmeras. Echo a cara y cruz y me sale el Miramar. Al sentarme, en la terraza, vuelve la sensación de que algo se me ha olvidado. Maldita sea, que no, me digo cuando pongo encima de la mesa la cámara de fotos, el sombrero, la libreta y el bolígrafo. Lo justo para empezar a anotar cosas. Pido una cerveza fría. Me la sirve una diligente camarera con una agradable sonrisa y una pregunta:
-¿Qué quiere usted de tapa?
Miro a alrededor y veo a una pareja que está comiendo patas de pulpo fritas.
-Eso -le digo a la camarera señalando con el dedo el plato de mis vecinos de mesa-.
-Eso son 'espeluznaos'. Están muy ricos, ya lo verá. Yo se los traigo y si no les gusta, le pongo otra cosa -me dice la camarera con mucha amabilidad-.
Y entonces yo pienso que las calificaciones a los bares y restaurantes no se deberían dar por la calidad de sus comidas, sino por la simpatía que exhiben sus trabajadores. Además, siempre es agradable comprobar que hay camareros vacunados contra el virus de la malafollá.
En la terraza se está regular, sobre todo cuando aprieta el calor y los rayos de sol llegan a traspasar la tela del toldo. Y para agravar la situación aparecen las moscas, que en Los Yesos, como en todas partes, son molestas y cansinas como ellas solas. Además las de aquí es que la emprenden con mis 'espeluznaos' y las patatas fritas. Así que, harto de dar manotazos al aire para espantarlas, decido entrar en el bar, en donde dos potentes ventiladores tienen al personal más fresco. Después de la cerveza con los 'espeluznaos' pido otra con sepia a la plancha y una tercera con un serranito, haciendo válido ese axioma turístico que dice que en Granada con dos o tres tapas se come.
Paseo frustrado
Tras llenar la andorga me dispongo a dar un paseo por la playa, que está a las espaldas del Miramar. En Los Yesos aún está lo genuino de un pasado modesto, con casitas desiguales que coleccionan macetas, jazmines y buganvillas. Tiene una pequeña ermita de la Virgen del Carmen y algún que otro bloque a medio terminar que ha paralizado la crisis. Veo a un albañil que está repellando la fachada de una casa pero lo que no veo es la playa, pues allí el mar no muere en la arena como yo esperaba, sino en una escollera de grandes bloques de piedra bien alineados.
-Oiga. ¿Y la playa? -pregunto al albañil-.
-¿Playa? Aquí no hay. Se la cargó un temporal hace más de treinta años y echaron estas piedras para que el agua no invadiera el pueblo. Quedan dos trocitos con arena, pero aquí no viene casi nadie a bañarse. La gente se va a La Rábita o se queda en Calahonda. Si no hay playa, no hay vida -dice el albañil-.
Pues se jodió la crónica, pienso mientras le pregunto al albañil cómo se llega a uno de esos trocitos de playa en donde uno se puede bañar.
-Tiene usted que seguir la carretera hacia Motril y verá uno. Hay un carril que lo lleva. Pero allí no va a encontrar a nadie. Vienen algunos bañistas en los fines de semana, pero hoy es martes y estará vacía.
Mejor, pienso mientras me habla el albañil, así no tengo que encoger el estómago como siempre que veo a una mujer en bikini, que es como suelo hacer yo ejercicio en la playa. Antes de ir a donde me ha indicado el amable albañil, decido tomarme un café. Esta vez elijo el bar Las Palmeras, que está atendido por Silvia y su hijo Tete, y en donde hacen paella los 365 días al año. Cuando le digo a Silvia la pena de no tener playa en condiciones, me dice que de pena nada, que en Los Yesos los vecinos son unos privilegiados porque todos tienen playas privadas.
-Aquí cada uno tiene su piedra. Yo tengo una donde siempre me pongo y nadie me la quita.
Yo estoy a punto de elegir una piedra, pero pienso que mejor es ir a uno de los dos pequeños trozos de playa de arena que quedan en los Yesos. No me veo yo andando por encima de la escollera. Cuando abro el maletero con la intención de coger los arreos para bañarme (toalla, sombrilla y traje de baño), compruebo el origen de mi desazón que me ha acompañado toda la mañana: ¡Se me ha olvidado el bañador! Joder, ya decía yo.
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