Un cierto olor a crisantemos
CRÓNICAS GRANADINAS ·
TICO MEDINA, CRONISTA OFICIAL DE LA CIUDAD DE GRANADA Y DE LA PROVINCIATICO MEDINA
Domingo, 4 de noviembre 2018, 01:40
Aver si no, paisanicos. Si todos los santos tienen octava, ¿por qué no la van a tener los muertos? Como me dijo aquel fosor granadino ... que había sido legionario antes (y al que le faltaba un huevo), estando al pie de un ciprés en Guadix hace ya tantos años: «Tenga usted en cuenta, Escolástico, que solo somos muertos de permiso».
De ahí viene 'Vivir sin permiso', el título de la serie de José Coronado que podemos ver en Telecinco.
Pero sigo. En mis viajes por el mundo, siempre para contarlos, iba preguntando: «Oiga usted, señor mío, ¿aquí se muere mucha gente?» Era una pregunta estúpida, pero, sin embargo, en la isla Graciosa -la que está más lejos de las Canarias-, un pescador silencioso, que cosía una red de pescar 'viejas' -que, con las papas arrugás, son un plato delicioso- me dijo en pocas palabras una verdad como un templo. «Aquí, más tarde o más temprano, nos morimos todos».
Estas reflexiones me invitan a titular como he titulado esta crónica, que quizá debiera llevar, aparte del buen dibujo de Guadalupe, una especie de esquela de borde negro. Porque el crisantemo es sin ningún género de dudas la flor de estos días, que la Wikipedia de la urgencia dice son un género de alrededor de 30 especies de fanerógamas perennes en la familia Asteraceae, nativa de Asia... Ahora llegan, generalmente, de Colombia y de Ecuador, y se vende toda por efímera que sea su vida. Huele a eso, a crisantemo, o sea, a muerto reciente, y pervive más de un Padrenuestro. «¡Pobretico, que ya ha dejado de sufrir!».
Rescato de la memoria también aquel lazo negro en el brazo izquierdo de la vieja chaqueta cien veces, como poco, planchada. O aquella punta de luto en la otra esquinapara aliviar el recuerdo.
Yo ya he tenido a lo largo de mi ya larga vida alguna experiencia 'mortuoria' que quizá ya se la he contado. Por ejemplo: hace ya muchos años, servidor, que trabajaba en 'Pueblo' y escribía la crónica de España (que luego fue uno de mis libros), estaba en el pueblo de Santa Marta de Ribarteme, en la Galicia de entonces. Asistía para contarlo a la procesión tremenda, donde los lugareños iban dentro de cajitas de muerto (reniego de la palabra ataúd, que me gusta menos), pero vivos, en procesión, para cumplir una promesa. Y miren por donde, de pronto contemplé -con estos ojos que no se va a comer la tierra porque he pedido ceniza, pura ceniza, y a la fosa común después para no dar la lata a nadie- a una mujer gallega, claro, dentro de una de aquellas cajas con los dedos cruzados de las dos manos sobre el pecho, en posición de muerta total, aunque viva. Va y se levanta del sitio donde la lloraban las últimas plañideras entre la niebla de la mañana, y me grita con un definitivo acento de la tierra de doña Rosalía de Castro: «¡Santo cielo, si este que veo es ese señor de la 'tele'».
La escena inolvidable
A poco me da un telele. Es lo menos. Me quede lívido, pálido como los personajes de estos días de la bruja suelta. Y menos mal que me atendieron las asistencias. Todavía, y para rematar la escena inolvidable, aquella dama de la promesa última me chilló antes de volver a su posición de muerta: «¡Qué pena la mía de no poder conseguir su autógrafo, pero es que no llevo lápiz a mano!». Como se lo cuento.
He asistido a muchas muertes para contarlas en vida. Así que esta noche me he encargado de anotarlas en un bloc de esos de mano que tengo cerca de donde duermo, por si en la noche, dominado el dolor neuropático, pues se me ocurre alguna idea no despreciable.
Y he escrito, memoria de esta página, que también hubiera querido titular: «Le acompaño en el sentimiento». Es la frase del compromiso.
Ahora recuerdo aquel cementerio marino del pueblo de Cudillero, en Asturias, donde entrevisté a una mujer mayor llamada la Roxa, la rosa de nombre, y que siempre estaba entre cruces, cosiendo largos jerseys de pescadores que iban a la mar cántabra a por la merluza, la mejor del mundo. Aquel pueblo inolvidable donde yo tuve una casa en la que no dormí ni un solo día. Y aquella dama bellísima, los ojos azul marino (pero marino de la mar) que me hizo esta reflexión: «¿Y dónde voy a estar mejor que aquí , con estos benditos míos que ya no protestan por nada ni por nadie? Además, cualquier día me quedo con ellos, que ya tengo mi sitio esperando». Esa filosofía de lo 'próximo' que a uno le preocupa tanto. Aunque yo les digo una cosa que ya he dicho muchas veces, ¡tantas!: Lo malo, lo único malo de todo esto es que no puedas volver para contar lo que hay mas allá, aunque luego te vuelvas a ir de una vez por todas.
He anotado también el día aquel en Buenos Aires que fui a entrevistar (en Jueves Santo, por cierto) al presidente en la residencia oficial de Los Olivos: «Señor, ¿me puede usted decir si en el tema de la economía argentina se ve una luz al final el túnel?»
Y aquel presidente triste, don Raúl Alfonsín, con su rostro de tango, me respondió después de meditar un minuto: «¿Sabe usted lo que le digo, gallego? ¡Pues que mientras no sea un tren que viene de frente!»
La filosofía del tango
Exacto, la filosofía del tango, del que Granada sabe tanto. O en la misma geografía, cuando titulé aquella crónica después de estar un rato con el sabio, en su conventito: «Sábato de gloria», por don Ernesto, uno de los paisanos mas tristes de la tierra por mi conocidos. Como Leo, el cantante melancólico de la voz maravillosa que canta canciones de Federico.
Los entierros chinos, los adioses indios, el río Ganges con aquel olor a cochifrito (y perdonen por la comparación) de los cadáveres ardiendo junto al agua. Y es lógico, porque ¡nos parecemos tanto a nuestros hermanos los cerdos!
Lo nuestro es esto, La crónica de una muerte anunciada, de Gabriel, uno de los más hermosos libros que uno ha leído en su vida. Como estos dibujos que guardo, de los entierritos de Manolo Summers Rivero, cuyo padre, por cierto, fue gobernador civil de Granada. Era don Paco, que, además, pintaba como Gauguin, por dar una sola referencia
Ese inmenso olor de las catástrofes de la noche de Agadir, después del terremoto de los más de veinticinco mil muertos, cuando, para entrar en la ciudad destruida, tuve que hacerlo desde Casablanca en un camión de cal viva para echarla después sobre aquel montón de carne y de sangre. Desde aquellos días no como cordero, aunque hoy han traído cuscús para sentir el día en el que estamos.
O en El Salvador, aquella mañana después del gran terremoto. Estaba en el cementerio del Cristo que llamaban 'el Guerrillero' (y que estaba colgado de una cruz con dos pistolas al cinto), un hijo de Dios que iba más lejos de la 'Iglesia de la Rebelión'. Había una mujer sentada en el fondo de un agujero, abierto bajo un gran árbol de mango, con el fogón encendido y envuelta en su poncho de colores de la dinastía quiché, con acento en la 'e'. «¿Qué hace ahí buena mujer?»
-«Esperando , cristiano, que de aquí ya nadie me saca. Más abajo, ya imposible, estoy ya dentrito de la Pachamama».
Los versos inolvidables del don Juan Tenorio, imprescindible siempre por estas fechas. Tengo una imagen que no se va de mi mente. Tengo que mirar las fechas. ¿Será esa estampa que tengo la de ver en aquel carmen de Granada a la niña Conchita de Barrecheguren? Fue subiendo camino del Alhambra Palace, por la vereda del tranvía de cremallera a la izquierda. ¡Puede ser que aquel mareo del incienso y el nardo, y el rumor del rezo, y aquella como niña pálida de porcelana, de marfil, cubierta de rosas, casi transparente, fuese ella!
Termino, que ya es la hora. De pronto, ayer por la noche mismo, escuchando el programa de Expósito en la Cope (que me gusta mucho), el gran maestro habla con una joven que parece una niña. Creo que se llama Juana.
-«¿Y tú de dónde eres?».
La voz fina le responde como la de un ángel: «Yo soy de Lanjarón».
-«¿Y eso dónde está criatura?».
-«En la Alpujarra de Granada».
-«¿Y cuál es tu oficio, muchacha?»
-«Soy enterradora, como mi padre. De familia me viene el trabajo».
-«¿Y te gusta hacer lo que haces?».
-«Claro que sí. Soy feliz , muy feliz, con lo que hago».
No hay mejor final para esta crónica que este que encontré en el aire de la noche con Granada de protagonista. Crónica de vida y muerte. ¡Granada!, permítanme este suspiro, que forma parte de la última ceremonia. Los periódicos confidenciales dicen que se ha abierto por noviembre la Torre de la Cautiva. Cautivo estoy de Granada...¡Ay mi Granada!
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