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Relatos de verano

Cierra los ojos

pedro ocaña agrela

Martes, 10 de agosto 2021, 00:21

Cierra los ojos. Sinfonía de colores, atardecer ingrávido. La luz ya hiriente del sur (¿mayo, junio?) baña las flores de los jardines del palacio de verano. Su madre, su vestido vaporoso, claro, destaca en el lienzo de la tarde: joven, luminosa, metáfora de la vida, ¡es la vida! (Quizá está sentimental, no lo sabe, no siempre es así). Alrededor corretean sus primos, de su misma edad, componiendo una danza primitiva, ancestral. Los mayores charlan despreocupados, aferrados al inasible color de los objetos: verdes, rojos, malvas, rosas, blancos, ocres, pero todos dorados. Y de nuevo el olor fragante, los jazmines, las rosas, otros que no identifica (siempre le decía a su padre que le enseñara más sobre olores, siempre le decía que le indicara el nombre de las plantas y de los árboles).

Ahora el patio. Al fondo, la galería que da al norte, el mirador. En el centro la acequia que divide el espacio, a los lados el arrayán (¿era arrayán?), siempre las rosas que estallan como pompas, cegadoras. Su padre explica al grupo el significado de las cosas, de la arquitectura (¿a sus tíos, o eran amigos o invitados?): siempre profesoral, docente, no podía evitarlo. Una vez se lo explicó a aquel poeta barbudo y alopécico, y a aquel joven radiante, poeta también (o eso le dijo, o eso recuerda: a lo mejor no fue así). Mientras, los niños (risas, voces, juegos) corretean por las calles abiertas entre la vegetación, y se asoman a las ventanas que dan al oeste para admirar la vista. (Sí, en sus sueños todavía aparecen reyes y cautivas y guardias y torres). Su madre se pasea, etérea, por el espacio, se acerca a la alberca, se agacha para sumergir su mano en el agua fresca: la luz del mundo (la luz, ¿su luz?: no, la luz). De nuevo, a contraluz, su cabello trigueño refulge como una promesa, como una epifanía: leve, áurea, celeste. Se acerca a la galería y se asoma al decorado de casas blancas que se derraman por la colina, se asoma a la ciudad antigua, ahora rendida. Y la luz declinante, que baña los tejados ocres…

La voz de mando. Abre los ojos. Apoyado en la tapia del cementerio, mira al frente. Una paleta de azules, pardos, caquis, todavía desvaídos en el amanecer. Alguien lo obliga a incorporarse. Rechaza el pañuelo. Cierra los ojos. El ruido de los correajes. El sonido metálico de los cerrojos de los fusiles. Y de nuevo la figura fulgurante de su madre, y de nuevo el fuego encarnado de las rosas.

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